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Iluminismo y política – Rubén Calderón Bouchet

390 páginas
Editorial Nueva Hispanidad
2012

Encuadernación rústica
Precio para Argentina: 100 pesos
Precio internacional: 24 euros

La formación y desarrollo del pensamiento moderno con el consiguiente abandono de los valores tradicionales constitutivos del Occidente, para la consolidación de la sociedad materialista que vivimos. Desde Galileo Galilei hasta la fecha, otra obra imprescindible del maestro del tradicionalismo argentino.

“Cualquiera que haya seguido con cierta atención el nacimiento y el desarrollo de esa época que llamamos Edad Moderna habrá tenido la oportunidad, en más de una ocasión, de advertir el rumbo axiológico tomado por los estamentos burgueses a partir del siglo XVI. Habrá observado también el sello con que la moderna espiritualidad marca todas las otras actividades del hombre y les va imponiendo, poco a poco, el sesgo decididamente económico de sus preferencias. En algunos países con más celeridad y precocidad que otros, la política toma el tinte de una empresa capitalista; las ciencias buscan un conocimiento orientado a la posesión técnica del mundo físico; el arte se industrializa y da nacimiento al artista que hace de sus facultades un modo de vivir de acuerdo con el ritmo de su producción; la idea que el hombre tiene de su propia realidad cede también al influjo de esta disposición y surge la concepción del «homo faber» como si el único fin de la razón fuera la producción de cosas útiles.”

(El autor)

ÍNDICE

I.- Caracteres generales del Iluminismo 
La orientación economicista de la existencia humana 9
El recuerdo de Galileo 14
El mundo de Sir Isaac Newton 20
La religión natural 25
La moral natural 30
Hacia el utilitarismo 33

II.- Los enemigos del progreso
La idea del progreso 37
Inspiración economicista de la idea del progreso 42
La Tradición, enemiga del progreso 47
Otro enemigo del progreso: la monarquía hereditaria 53
La nobleza 57
El pueblo 60
El sentido orgánico de la vida 64

III.- Iluminismo y Liberalismo
Liberalismo y Derecho 67
Liberalismo y conciencia liberal 72
El Derecho Natural 77
Iluminismo y libertad económica 80
Liberalismo y revolución industrial 83
Liberalismo y libertad de pensamiento 87
Liberalismo y orden jurídico 90

IV.- Situación social y política
Panorama general de la sociedad europea 93
Economía y finanzas 97
El mundo político 105
El Santo Romano Imperio Germánico de Occidente 112
España en el siglo XVIII 113
Aumentos demográficos 116
Las nuevas ideas 119
Lo social 122

V.- La formación de la moderna Alemania
Intermezzo volteriano: Federico II de Prusia 125
Nacimiento y juventud 130
lluminismo y política en Prusia 136
Las bases del Estado prusiano 140
Economía dirigida 144
La sociedad 145
La sociedad y el gobierno 148
Sturm und Drang 152
Aufklärung y demografía 154
La frustración de los intelectuales 155

VI.- La pesada herencia de Luis XIV
El ocaso del Rey Sol 159
La Regencia 165
Las finanzas y los financieros 171
La furia de la especulación 176
Luis XV 179
Luis XVI y la guerra por la emancipación americana 183

VII.- Montesquieu, ideólogo de la aristocracia
La influencia de Inglaterra 187
La formación de Montesquieu 191
Las Cartas Persas 193
Consideraciones sobre las causas de la grandeza y decadencia de los romanos 195
El Espíritu de las Leyes 197
Ideas políticas y Filosofía de la Historia 200
La división de los poderes 204
Montesquieu y la revolución 205
Montesquieu y la contrarrevolución 209

VIII.- Rousseau o la ideología democrática
Primeros años 211
Formación de la doctrina 218
Los años de madurez 221
El hombre y la obra 223
La religión de Rousseau 228
Rousseau y la revolución 231

IX.- Rousseau: el Contrato Social
Fuentes del Contrato 237
Influencia de Morelly 243
Naturaleza del Contrato 246
La influencia de Hobbes 249
Orden natural y orden civil 253

X.- Inglaterra y los economista
Economía y política 257
Ideas y trabajos de David Hume 260
Las riquezas de las naciones 266
La Inglaterra de Jorge III 271
Inglaterra vista por Francia 276

XI.- Voltaire, ideólogo de la burguesía ilustrada
El joven Voltaire 281
Lós años maduros 285
Los últimos años 289
La filosofía 290
Las ideas sociales 294

XII.- Diderot o el burgués vagabundo
Vida y andanzas 299
La Enciclopedia 304
La filosofía de Díderot 306
La ética 310
Diderot y la política 313

XIII.- La Francmasonería en el Siglo XVIII
La Francmasonería en el Siglo XVIII 317
Otra explicación 324
La esencia de la Masonería 328
Misión de la Masonería 333
Actitud ante los Estados 337
Actitud ante la Iglesia Católica 339
La espiritualidad de la Masonería 342
La Masonería y la Revolución 345

XIV.- Kant y la ideología liberal
Introducción 349
Una ética de la autonomía 353
El problema de la política 355
Ilustración y Política 359
La filosofía de la historia 361
La filosofía política 364

XV.- Hegel y la revolución burguesa
La discusión 369
La idea de la libertad 373
El pensamiento político 376
El Estado 379

EL AUTOR

Nació en Chivilcoy, Provincia de Buenos Aires (Argentina), el 1º de enero de 1918. Hizo sus primeros estudios en esa ciudad y una vez terminado el bachillerato, comienza un largo período turístico que culmina con su arribo a la ciudad de Mendoza en el mes de marzo de 1944, donde se inscribe como alumno en la Facultad de Filosofía y Letras. Allí tuvo oportunidad de conocer a Guido Soaje Ramos que lo introdujo en el tomismo, y a Alberto Falcionelli que le enseñó muchísimas cosas. La amistad de estos dos profesores constituyen el mejor recuerdo de sus años estudiantiles y a ellos les debe la oportunidad de afianzar su vocación por la historia y la filosofía.
Luego del indispensable periplo por las cátedras de los colegios secundarios, ingresa como Profesor de «Historia de las Ideas Antiguas y Medievales» en la Escuela de Estudios Políticos y Sociales de Mendoza, cátedra de la que se jubiló en 1983; dos años más tarde fue contratado por la Facultad de Filosofía y Letras de Mendoza, como profesor de «Ética Social» hasta 1993. Tiene publicados numerosos libros en importantes editoriales de la Argentina, y ha colaborado en todas las revistas que sustentan el ideario tradicionalista al que adhiere.

INTRODUCCIÓN

Caracteres generales DEL ILUM1NISMO
La orientación economicista de la existencia humana
C ualquiera que ha va seguido con cierta atención el naci­miento y el desarrollo de esa época que llamamos Edad Moderna habrá tenido la oportunidad, en más de una ocasión, de advertir el rumbo axiológico tomado por los estamen­tos burgueses a partir del siglo XVI. Habrá observado también el sello con que la moderna espiritualidad marca todas las otras acti­vidades del hombre y les va imponiendo, poco a poco, el sesgo de­cididamente económico de sus preferencias. En algunos países con más celeridad y precocidad que otros, la política toma el tinte de una empresa capitalista; las ciencias buscan un conocimiento orientado a la posesión técnica del mundo físico; el arte se indus­trializa y da nacimiento al artista que hace de sus facultades un modo de vivir de acuerdo con el ritmo de su producción; la idea que el hombre tiene de su propia realidad cede también al influjo de esta disposición y surge la concepción del «homo faber» como si el único fin de la razón fuera la producción de cosas útiles.
Todo esto parece una consecuencia inevitable de la influencia, cada vez más preponderante, de los estamentos burgueses y ad­quiere un acentuado influjo sobre los sectores intelectuales que de­penden, por su origen o por su situación, de eso que se llamó el Tercer Estado.
Conviene en esta oportunidad reiterar algunos criterios acerca de eso que entendemos por «económico» y sobre el sentido preci­so que damos a su preponderancia en el curso de la Edad Moder­na. Tomamos la palabra en el sentido que habitualmente toma en esta época y no nos hacemos eco de ciertos contenidos semánticos que podrían prestarse a confusión. La actividad económica hace tiempo que ha trascendido el ámbito de la vida familiar y apunta a señalar el trabajo del hombre sobre la totalidad del universo.
Marx, intérprete abusivo de la mentalidad burguesa, trató de ex­plicar la preponderancia económica por medio de argumentos fun­dados en el carácter, para él decisivo, de las estructuras económicas tal como la determina la especial modalidad que adquiere la pose­sión de los medios de producción. Creo, por el contrario, que el hombre se determina siempre por una decisión de índole espiritual, v esta opción, que puede ser más o menos libre en el principio, pue­de perder el dominio de sus actuaciones en la misma medida en que sus preferencias valorativas crean hábitos que terminan por im­poner una mecánica psicológica a la voluntad que les dio naci­miento. Nadie ni nada me obliga a signar mi vicia con el rumbo de­terminado por las riquezas, pero desde el momento en que me he propuesto hacer fortuna por los medios más adecuados a esa fina­lidad, no extrañará que tal propósito se imponga a todos los otros movimientos de mi espíritu y marque con su impronta el curso de mis decisiones morales.
Así, cuando hablamos de una visión economicista del mundo no tratamos de señalar la idea, un tanto sumaria, que tiene de la realidad un comerciante, un financiero o un industrial. F,s algo mu­cho más hondo y puede moraren cualquier «quidam» aún el más despojado en bienes de este mundo que podamos imaginar. Es una visión de toda la realidad que afecta la relación profunda que tie­ne el hombre con el universo, al que ve esencialmente, en términos de trabajo y de dominación. Muchos autores han llamado a esta vi­sión con los adjetivos de faústica o demiùrgica y no estarían ma] aplicados si no connotaran posiciones filosóficas, que no siempre están de acuerdo con aquello que queremos decir.
Fausto es el hombre tentado por la posesión de una ciencia que le dé un poder extraordinario sobre los hombres y las cosas. Es la gnosis, pero en términos de un señorío mágico sobre la realidad. Es un saber imprescindible para poder transformar el universo en una suerte de artilugio que responda a las exigencias dominadoras del hombre. Fausto puede decir que en el comienzo fue la acción y todo saber debe plegarse a su mandato.
Económico en la acepción amplia que aquí le damos, es todo cuanto se relaciona con el trabajo humano en su deseo, nunca bien logrado, de hacer de este mundo su morada y poder vivir en él sin las penurias impuestas por las vicisitudes de una naturaleza que pa­rece hallar una complacencia maliciosa en escapar a este designio.
No resulta forzado pensar que el hombre puede realizar esta faena de instalación en la tierra, sin renunciar por ello a la vocación de su destino religioso. Pero es indudable que cuando obedece a la voz de este llamado sobrenatural, todo el trabajo que realiza sobre la tierra aparece como transfigurado por esta pasión de trascen­dencia y cobra una inesperada nobleza que lo convierte facilmente en signo de un destino superior. La obra de sus manos adquiere un relieve, una excelsitud que traduce la marca de su abolengo reli­gioso, al tiempo que denota la caducidad inexorable de su consis­tencia.
Cuando sólo piensa en su instalación terrena sus trabajos tra­ducen la mezquina clausura de su horizonte vital y, en vez de acentuar el valor definitivo que pretende con su tarea, acusa con angustia las tendencias caedizas que lo asolan y desde el tedio a la provisoriedad, todo tiende a manifestar las penurias de nuestra si­tuación en el mundo.
No obstante, en la limitación de las realizaciones comandadas por un sentimiento de absoluta «profanidad», hay momentos de esplendor y soberbia vital en los cuales, lo puramente económico, está como sometido a la imposición de valores más nobles que exaltan la dignidad, el orgullo y esa presencia demoníaca de una voluntad de poder que no reconoce otro fin que su propia expre­sión. Esta arrogancia, tan cara a ¡os discípulos de Maquiavelo o de Nietzsche, encontró su vía real en una en una política imperialista, en un deseo de conquista, de ostentación y de triunfo, que puso en peligro la balanza comercial y excitó contra ella los prolijos demo­nios de la especulación financiera.
En los comienzos de la Edad Moderna los financieros solían contagiarse de los grandes señores y había en sus empresas un fas­to y una desmesura que no se podía atribuir a la única lógica de las ganancias. Si los Medicis hubieran sido simples financieros a la moderna no hubieran dejado una marca imborrable sobre las pie­dras de Florencia, ni hubieren logrado ese destino que los llevo a arrojar su espada sobre la balanza de los príncipes y a medirse con ellos en el cotejo de la grandeza.
En el mundo nacido de la Revolución Francesa va no habrá lu­gar para esos banqueros arrogantes que impulsaron el Renaci­miento y dieron a Italia el color político de sus atrevidas especula­ciones y formaron con su desprecio altivo, esa aristocracia del barroco tan diferente de la nobleza medieval por su separación to­tal de las clases populares y el cultivo exclusivo de su soberbia clausura. Fas nuevas finanzas tienen la certeza de que el anonima­to político prote|e mejor sus intereses y pretieren poner (Mitre ellas y el pueblo las miserables comanditas de sus agentes electorales que les deben todo y, sin ser nadie, aparecen en las primeras pla­nas de las farsas democráticas como si efectivamente fueran los conductores de la política.
La historia de los siglos XVIII, XIX y XX se explica, en gran par­te, por la pugna entre los poderes políticos y los económicos. ¿Se someterá lo económico a la faena política o será ésta la que se plie­gue ante las exigencias de los poderes financieros7 La tragedia de esta disyuntiva, claramente encarnada en el drama de Napoleón, reside en el hecho deque ninguna de ambas faenas puede reali­zarse en su área propia sin el apoyo de la otra. Una confluencia ar­moniosa solo se ha podido dar cuando lo político y lo económico coincidieron en la realización de una empresa que pudo superar las tíos esferas de acción en el marco de su inspiración religiosa.
De hecho en el mundo forjado por la burguesía tanto lo político como lo económico han roto el circulo de una equilibrada sinergia, han hipertrofiado con pretensiones de ser un absoluto y las dos actividades, por separado o en forzada connivencia, se arrogan una pretensión eclesiástica de redención humana que constituye el motor espiritual de la revolución.
En la Edad Media la política y la economía concurrían en el marco de la unidad religiosa que supo equilibrar sus energías y dio «i todas las actividades del espíritu esa impronta de totalidad que se manifestó políticamente en el Imperio y científicamente en la Universidad medieval. Es relativamente fácil señalar el carácter precario de todos estos logros, pero el desequilibrio y la caducidad acompañan todas las obras del hombre por muy altas que sean sus i n tenciones.
La época moderna perdió el rumbo y el sentido de esa totalidad v ha dispersado sus esfuerzos culturales en un estallido de emergí­as sin parámetros religadores que padecen de una incontrolable tendencia a crecer sin preocuparse por la organicidad de ese creci­miento. Por un momento, España reasumió con todo el ímpetu de su temperamento, la misión imperial del cristianismo y la reivin­dicación de la totalidad quebrada. La Lilla de una baso económica suficiente, entre otras falencias, le impidió llevar a buen término propósitos. Por su partí’ la monarquía francesa durante el siglo XVII, intentó, en un cuadro de menores dimensiones, afianzar la primacía de lo político sobre lo económico. Hasta sus últimos años quiso ciar a esta prelacia un contenido religioso que la indigencia de los tiempos, las costumbres de la nobleza francesa y el norte to­mado por las inteligencia europea hacían decididamente anacróni­ca. En la misma Francia las fuerzas económicas, fatigadas por las exigencias de un gobierno poco plegable a sus designios, pensaban en cambiarlo por una monarquía a la inglesa menos pagada de su gloria y más sensible a los intereses de sus financieros. Fueron ellas las que prepararon los espíritus para el cambio revolucionario y dieron pábulo a las ideas iluministas que daban respaldo espiritual a sus propósitos.