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Reflexiones sobre y desde La Pampa – Jorge Vicente Schoo

93 páginas
Editorial Cruz y Fierro
1968

Encuadernación rústica
Precio para Argentina: 20 pesos
Precio internacional: 6 euros

En el silencio de la noche y en la inmen­sidad de la pampa aprendí a distinguir con claridad la hu­milde y generosa alma de nuestro hombre de campo y la ruin, baja y mezquina de los mercaderes.
Comprendí, también, dónde nacía la raíz de nuestro fraca­so nacional y cómo era posible que la Argentina, casi media Europa, con las tierras más pródigas del orbe, sin problemas raciales, con un hombre medio de inteligencia brillante y con una historia que constituye una admirable epopeya, no se haya desplegado en Hispanoamérica y ante el mundo entero conforme a sus formidables posibilidades. Más aún; desde esta humilde perspectiva policial —pero importante para visualizar desde ella los grandes problemas que afli­gen al hombre contemporáneo— recuerdo que hace poco un hombre de armas me preguntó a quemarropa qué “era lo que a nosotros, los argentinos, nos quedaba de occidentales y cristianos”. Dejando de lado la lengua, el idioma —lo culturalmente más importante— y mirando alrededor, quizá no nos quedaba nada. Pero pensé que lo último que nos estaba quedando —minadas instituciones fundamentales, como la fa­milia, la Iglesia; perdida la percepción simbólica, el sentido activo de la contemplación de los valores más altos y más nobles— era, exagerando los términos, justamente la organi­zación militar de nuestros estados lo único y lo último que quedaba intacto del occidente cristiano y que precisamente por eso constituía la realidad más atacada por nuestros ene­migos marxistas. El día que sin azorarnos contemplemos el desfile desordenado de una milicia popular —a la manera de China comunista o de Cuba castrista— ese día ya habrán desaparecido los valores y las jerarquías de Occidente en este mundo descristianizado en que vivimos.
El autor

Con todo gusto he prologado estos apuntes del inspector mayor Schoo referidos al escenario de nuestra pam­pa. Constituyen un libro vital; es decir, nacido de experien­cias o vivencias, fecundadas por la posesión serena de los principios. Los dos ensayos de apertura “La Tierra” y “La Cruz y la Espada” respiran tradición, tal como fue y debe ser a la luz de la razón, y tal como la da ahora, deteriorada pero no muerta, la experiencia. Lo mismo se diga de la sólida definición de la Nobleza que constituye el capítulo segundo.
Estas dos experiencias vitales, la Tradición y su Deterioro (o Caída) constituyen el hilo conductor de los variados ensayos y dan al libro su firme “unidad en la variedad.
Leonardo Castellani

ÍNDICE

Prólogo, de Leonardo Castellani                      11
Introducción                17
I. El escenario y los símbolos               21
La tierra                       21
La Cruz y la Espada                26
II. Los verdaderos nobles                    31
Embriaguez de sangre              37
Civilización y barbarie              41
V. Raneé en la pampa              49
VI. Las contradicciones del cristianismo                      53
VIL Tango y pampa                59
VIII. Fatalidad y esperanza                  63
IX. Un poeta olvidado             69
La víctima                    72
X. Hacia una nueva conquista              79

EL AUTOR

Jorge Vicente Schoo nació en Villa Ballester, provincia de Bue­nos Aires, el 16 de febrero de 1920. Cursó estudios primarios en Paraná, Entre Ríos, y secundarios en el Colegio Militar de la Na­ción. Se desempeñó como agente de policía en la campaña de En­tre Ríos y Corrientes. Incorpora­do al Escuadrón de Caballería de la Policía de la provincia de Buenos Aires, ingresó a la Facul­tad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata, egresando como profesor en el año 1953, cur­sando posteriormente el doctorado de filosofía. En la docencia actuó como profesor en el Colegio Na­cional de la Universidad de La Plata, en el Instituto Nacional del Profesorado Secundario de Buenos Aires, en distintos insti­tutos de enseñanza media y en la misma Facultad de la que egresó. Alternó la docencia y el estudio con variados destinos en la Policía provincial. Fue Comi­sario de campaña, director de la Escuela Juan Vucetich y rector-organizador del Liceo Policial, instituto modelo en su género.
Actualmente es Inspector Ma­yor de la Policía de la Provincia y da clases de Filosofía, caracte­rizadas por su claridad y solidez. Como se dice en el prólogo, no está reñida la Policía con la Fi­losofía, más bien al contrario. Por eso es importante recordar algu­nos conceptos que Leonardo Castellani afirma en dicho prólogo:
“[…] La Policía en estos di­fíciles momento que vivimos ocu­pa un lugar importante en la so­ciedad, porque la Policía garanti­za el orden interno de la comu­nidad; son los soldados que no matan, sino que, por el contrario, evitan que se maten, aunque aho­ra la iniquidad de los tiempos obliga al policía a matar en de­fensa propia. La Policía trata de algún modo con algo que tiene un aspecto sagrado que es el or­den. Porque el orden está vinculado con Dios, con la Providencia, con la moral, con la conducta; y por eso el hombre policial tiene que ser muy hombre y tiene que ser muy hombre forzosamente porque tiene que tomar decisiones muchas veces graves y a veces de golpe, y por lo tanto tiene que estar en posesión de los principios que fundamentan ese orden para decidir sobre su propia conducta y la de los demás.
“Por eso no es del todo discor­dante e incongruente que un jefe policial sepa filosofía. Tendría que darse con más frecuencia si viviéramos en épocas buenas, en épocas normales.”
El libro ha sido ilustrado por don Jorge D. Campos, primer Ar­quitecto de Arte Nativo del país, y aventajado pintor.

INTRODUCCIÓN

Fue en el año 1966 cuando conjuntamente con Guiller­mo Suder decidimos escribir algunos apuntes sobre aspectos de la pampa vinculados al destino de nuestra Patria. En una carpa sobre la ribera de Punta Tara iniciamos la tarea que, a los pocos días, debió interrumpirse. Los apuntes, desorde­nados e incoherentes, quedaron. Luego, un grupo de amigos, policías unos y jóvenes universitarios otros, me alentaron a que se publicaran. Con jóvenes estudiantes, ya asfixiados por el ambiente de la remanida Reforma, coincidimos en muchos aspectos relacionados con el país, su historia, su tradición y sus enemigos de adentro y de afuera. Pero fue Carlos S. Verona López, estudiante de agronomía —que vive sufriendo al alentar la esperanza de recrear la Argentina desde sus lími­tes australes más remotos, Tierra del Fuego— el más osado de todos, al sugerirme que fuera el Rdo. Padre Leonardo Castellani el que prologara estos apuntes y que “Cruz y Fierro Editores” —una de las editoriales que reafirman, con sacrificios y luchas, las esencias de la Patria— se encargara de editarlos. Doy gracias a los componentes de esta editorial, jóvenes argentinos misionados en estas horas de tribulaciones. A uno de ellos conocí, siendo un chico y yo, comisario de campaña, en Lobería.
Agradezco a la Providencia el haberme enrolado en esta Policía de la Provincia de Buenos Aires desde donde pude vivir tan de cerca los acontecimientos más graves del país en sus últimos treinta años. Ingresé en su Escuadrón de Caba­llería, cuerpo que aún mantenía algo de los regimientos de frontera. Conocí personalmente a jefes que todavía habían sido protagonistas de los últimos episodios de la Conquista del Desierto. Y en campaña seguí de cerca más de una noche a un resero y allí en el silencio de la noche y en la inmen­sidad de la pampa aprendí a distinguir con claridad la hu­milde y generosa alma de nuestro hombre de campo y la ruin, baja y mezquina de los mercaderes.
Comprendí, también, dónde nacía la raíz de nuestro fraca­so nacional y cómo era posible que la Argentina, casi media Europa, con las tierras más pródigas del orbe, sin problemas raciales, con un hombre medio de inteligencia brillante y con una historia que constituye una admirable epopeya, no se haya desplegado en Hispanoamérica y ante el mundo entero conforme a sus formidables posibilidades. Más aún; desde esta humilde perspectiva policial —pero importante para visualizar desde ella los grandes problemas que afli­gen al hombre contemporáneo— recuerdo que hace poco un hombre de armas me preguntó a quemarropa qué “era lo que a nosotros, los argentinos, nos quedaba de occidentales y cristianos”. Dejando de lado la lengua, el idioma —lo culturalmente más importante— y mirando alrededor, quizá no nos quedaba nada. Pero pensé que lo último que nos estaba quedando —minadas instituciones fundamentales, como la fa­milia, la Iglesia; perdida la percepción simbólica, el sentido activo de la contemplación de los valores más altos y más nobles— era, exagerando los términos, justamente la organi­zación militar de nuestros estados lo único y lo último que quedaba intacto del occidente cristiano y que precisamente por eso constituía la realidad más atacada por nuestros ene­migos marxistas. El día que sin azorarnos contemplemos el desfile desordenado de una milicia popular —a la manera de China comunista o de Cuba castrista— ese día ya habrán desaparecido los valores y las jerarquías de Occidente en este mundo descristianizado en que vivimos.
En torno a estos temas —y a otros, en total desvincula­ción, pero siempre reflexionados desde la pampa— se reunie­ron apresuradamente estos apuntes que fueron entregados a mis amigos. Ocurrió esto el 8 de setiembre de 1968, día del Cumpleaños de la Virgen.

PRÓLOGO

Resulta extraño tener que prologar un libro escrito por un profesor de filosofía que simultáneamente a su profesora­do se desempeña como alto funcionario policial. Pero a mi me resulta no tan extraño porque siempre he pensado que la filosofía no puede ser meramente libresca, que tiene que estar encarnada en la vida misma. Y el hecho, que la filo­sofía tome contacto así con la función policial no deja de ser interesante en este momento que vivimos.
La Policía está en contacto con la realidad, con toda realidad. Desde la alta política hasta los dramas de la mi­seria —como se dice hoy— todos los acontecimientos de una nación están conectados con la Policía. La Policía guarda la seguridad dentro de la sociedad, por ello debe tener tam­bién su propia seguridad. El buen policía no es un hombre ordinario sino que se distingue ante la sociedad precisamen­te por su porte, su pose, su talante que manifiesta esta segu­ridad. La Policía en estos difíciles momentos que vivimos ocupa un lugar importante en la sociedad, porque la Policía garantiza el orden interno de la comunidad; son los soldados que no matan, sino que por el contrario, evitan que se ma­ten, aunque ahora la iniquidad de los tiempos obliga al po­licía a matar en defensa propia. La Policía trata de algún modo con algo que tiene un aspecto sagrado que es el orden. Porque el orden está vinculado con Dios, con la Providencia, con la moral, con la conducta; y por eso el hombre policial tiene que ser muy hombre y tiene que ser muy hombre for­zosamente porque tiene que tomar decisiones muchas veces graves y a veces de golpe, y por lo tanto tiene que estar en posesión de los principios que fundamentan ese orden para decidir sobre su propia conducta y la de los demás.
Por eso no es del todo discordante e incongruente que un jefe policial sepa filosofía. Tendría que darse con más frecuencia si viviéramos en épocas buenas, en épocas nor­males.
Yo no sé que va a pasar con el resto de la aristocracia que nos queda. Es decir, yo no sé que va a ocurrir con el predominio de las facultades superiores sobre las inferiores que es lo que configura al aristócrata, donde irá a refugiarse lo que queda de esta aristocracia; porque la aristocracia es como un don de Dios, que siempre habrá de surgir; lo que no sé es dónde irá a refugiarse.
Los grupos de aristócratas están hostigados por lo que llaman la rebelión de las masas, es decir, por esa especie de epidemia de plebeyismo, esta contaminación y propagación que lo va invadiendo todo sin que se la pueda parar y que tiene a su orden los instrumentos de decisión y destrucción más grandes que haya tenido la historia del mundo, propor­cionados por la técnica moderna, entregada al servicio del plebeyismo, de lo bastardo, de lo común, de lo ordinario, y de lo feo. Es como la vulgar caída en manos de una civili­zación comercial y logrera. El comerciante o mercader no es noble, sino por casualidad, pero de suyo no es noble. Siempre se han distinguido, los nobles de los mercaderes. El fin del mercader es ganar dinero y este fin —el “lucro intangible—es poco noble, porque el lucro no tiene límites.
Todas las cosas naturales tienen límites y son perfectas o tienden a la perfección cuando se conforman a su propia natu­raleza; y el lucro por sí solo no se limita, y si no lo limitan desde afuera o desde arriba tiende a crecer enormemente, como un abrojal. Por eso siempre el mercader ha estado some­tido a una clase superior que, porque los tenía, le imponía sus propios límites. El guerrero, por ejemplo, tenía una mo­ral condicionada a su estado y se podía en consecuencia im­poner estos límites. Pero ahora ocurre que el mercader es el que está blandiendo la espada del guerrero; está por en­cima de todo. El dinero lo dirime todo y el mercader por oficio está destinado al dinero. El mercader lo único que ha­ce es cambiar las cosas, no crea nada. No se trata de que sea o no útil o inútil; humanamente es necesario. Los aris­tócratas de nacimiento, o los que se han hecho aristócratas por sus virtudes o por sus sabidurías en este mar de plebeyismo que se ha desencadenado en el mundo actual, suponen una vida de sacrificio, una vida heroica, una vida de triunfo sobre las propias pasiones; por eso en la Edad Media era tan considerado un sabio como un guerrero.
Me pregunto yo dónde se refugiará la aristocracia del mundo moderno. Se me ocurre que serán grupos aislados que se refugiarán en los conventos o en la Policía, es decir, en las profesiones que exigen una rectitud ética y exigen esa moral activa, esa facultad de tomar decisiones graves en al instante, que sólo pueden nacer de una moral ínsita, que nace dentro de sí. Pensemos, por ejemplo, en ese fenómeno trivial de la novela policial actual: el caballero se acabo, la caballería como institución desapareció, pero el ideal del caballero —que ahora se nos presenta de a ratos sublime, de a ratos ridículo como lo señala el inspector mayor Schoo— siempre subsistirá; y entonces los que tienen que luchar contra el mal se convertirán como en una especie de caballeros antiguos; y así se ve, cómo en muchas de las novelas poli­ciales actuales, el héroe es un detective que no siempre pertene­ce a la policía, sino un policía privado, que es parecido a un personaje de la caballería anglosajona enrolado en la lucha con­tra el mal, pero que de cualquier manera proclama la exce­lencia de la Institución Policial.
Yo siempre he sentido un profundo afecto por esa Ins­titución civil y armada por la propia comunidad, para su propia defensa, y que por eso a veces es la que carga con todas las culpas de la sociedad a la que se debe.
En un guión cinemático que escribimos tiempo ha y publicamos recientemente titulado El cabo Leiva trazamos la figura de un policía modelo de neta estampa criolla. Al­guien nos reprochó que en esa obrita dejábamos demasiado bien a la Policía y al Ejército “que no son así”. Replicamos que “así deberían ser” si es que ahora no lo son lo cual tam­poco puede decirse en forma universal; y la seña es el autor deste libro.
Por eso con todo gusto he prologado estos apuntes del inspector mayor Schoo referidos al escenario de nuestra pam­pa. Constituyen un libro vital; es decir, nacido de experien­cias o vivencias, fecundadas por la posesión serena de los principios. Los dos ensayos de apertura “La Tierra” y “La Cruz y la Espada” respiran tradición, tal como fue y debe ser a la luz de la razón, y tal como la da ahora, deteriorada pero no muerta, la experiencia. Lo mismo se diga de la sólida definición de la Nobleza que constituye el capítulo segundo.
Estas dos experiencias vitales, la Tradición y su Dete­rioro (o Caída) constituyen el hilo conductor de los variados ensayos y dan al libro su firme “unidad en la variedad”, concepto platónico de la Belleza— no “definición” della, co­mo se dice a veces inexactamente.
Incluso en los trabajos más abstractos (“Las contradic­ciones del Cristianismo”) y los más particulares (“Rancé en la pampa”) está presente la “intuición” del autor, esa percepción de lo sensible, unida agudamente a la penetración intelectiva. Véase lo que dice acerca della en el capitulo iv: “Civilización y Barbarie”:
“La forma primera y elemental del conocer humano es la intuición. El tropismo del vegetal elevado al instinto ani­mal y éste levantado a la naturaleza del hombre. Esta capa­cidad primaria del conocer la ha ido perdiendo el hombre en la medida que se ha ido alejando de la naturaleza. El indio afinó esta facultad hasta límites insospechados. Este conocimiento iba dirigido al medio —la tierra, los anima­les— y hacia el propio hombre…”.
En “Las contradicciones del Cristianismo”, el ensayo más filosófico de la serie, él mayor Schoo ahonda en la natura­leza de la Verdad y renueva la solución del problema del conocimiento; verdadera “cruz” de la filosofía, que en reali­dad es un misterio natural —y también sobrenatural—, si vamos a eso. Todas las filosofías se han preocupado del, las modernas sobre todo; y han producido notables hallazgos —que más que hallazgos puros son re-descubrimientos— al lado de extrañas aberraciones, producidas en desenvolvimien­tos laterales.
En el vasto ensayo epilogal del libro “Hacia una nueva conquista”, el mayor Schoo traza las bases de un programa “fundacional” suprapolítico. Con razón para hacerlo comien­za por volverse hacia los españoles. Recuerdo que habiendo estampado una vez el trillado lema “La Cruz y la Espada” (precisamente aquí el título de un ensayo) el linotipista me lo mandó en pruebas transformado en “La Cruz y la Espa­ña”. Las erratas de imprenta a veces son creadoras; yo dejé allí el error con categoría de corrección. En efecto, en la Conquista Española, la Espada fue lo de menos; o almenos fue secundaria. Un poeta mi condiscípulo, en un poema de juventud (“España Antigua”, por Horacio Caillet Bois) escri­bió pintorescamente acerca de uno de los “Prototipos”, “El Soldado”:
“No tenía más ansia que el ansia de la gloria
a veces cambió el oro por un poco de escoria
en su vida errabunda llevó la asidua norma
De colgar luteranos e ir contra la Reforma…”.
Y lo curioso es que los soldados españoles, que colgaron muy pocos luteranos, fueron contra la Reforma sembrando “asiduamente” en toda América imágenes de María Santísi­ma, que quedaron y aun crecieron mientras ellos desapare­cían. “Nuestra Señora de los Buenos Aires, Nuestra Señora del Rosario”… exclama Schoo y pudiera proseguir la lista innumerablemente desde California a la pampa. Por eso creo yo que la Iglesia tributa a Nuestra Señora (en su Misa Común) este extraño elogio:
“Santa Madre de Dios, has matado todas las herejías en el universo mundo”.
Leonardo Castellani