396 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Sieghels
2015, Argentina
tapa: blanda, color, plastificado,
Precio para Argentina: 380 pesos
Precio internacional: 24 euros
Jean Raspail tiene el raro mérito de haber escrito en 1973 una obra profética, al estilo de George Orwell, sobre la inmigración. Muchos de los hechos que en su época parecieron exagerados hoy son una realidad.
En su simplicidad, la idea básica de la novela plantea una pregunta enorme: ¿Qué hacer si mañana un millón de hambrientos deciden presentarse ante nosotros, aquí, en Occidente, para saciar su hambre? ¿Qué pasaría si millones de inmigrantes del llamado Tercer Mundo – impulsados por el hambre insoportable y la desesperación, consecuencias inevitables de la insensata superpoblación – descienden como langostas en las exuberantes tierras Europa?
Se produce una especie de parálisis de la acción y del pensamiento porque no es posible oponerse a gente pobre y hambrienta. Ese es el tema. No es ni cristiano ni caritativo oponerse.
En este sentido, El Campamento de los Santos levanta un acta pesimista, siniestra. No saca ninguna conclusión precipitada, no milita por nada ni por nadie bajo la cobertura de la acción novelesca, no propone ninguna teoría simplista. Parte de una idea perturbadora, en el sentido propio del término, que en su pluma se convierte en un hecho dramático, y contempla, a veces con cierto distanciamiento irónico, a veces con cólera y despecho, las consecuencias. Pasando revista a las reacciones y los comportamientos de cada uno —individuos e instituciones—, el acento se fija en la fatalidad que se pone en marcha junto con la famélica Armada.
Raspail, con magistral estilo, narra el choque ineluctable de costumbres, religiones, escalas de valores, gustos y concepción del trabajo opuestas, viendo el fin de la cultura Europea como una realidad. Crea una novela apocalíptica y perturbadora que ha sido un éxito de ventas en todo el mundo, dejando una marca en sus lectores.
ÍNDICE
Adiós al mundo. 7
Prefacio a la 2da edición española: Europa ante su futuro 9
Prefacio a la primera edición francesa 18
Prefacio a la tercera edición francesa 19
Capítulo I 25
Capítulo II 34
Capítulo III 40
Capítulo IV 44
Capítulo V 47
Capítulo VI 51
Capítulo VII 56
Capítulo VIII 60
Capítulo IX 64
Capítulo X 68
Capítulo XI 70
Capítulo XII 74
Capítulo XIII 81
Capítulo XIV 84
Capítulo XV 89
Capítulo XVI 93
Capítulo XVII 100
Capítulo XVIII 112
Capítulo XIX 134
Capítulo XX 143
Capítulo XXI 148
Capítulo XXII 159
Capítulo XXIII 166
Capítulo XXIV 178
Capítulo XXV 191
Capítulo XXVI 196
Capítulo XXVII 200
Capítulo XXVIII 214
Capítulo XXIX 215
Capítulo XXX 219
Capítulo XXXI 222
Capítulo XXXII 230
Capítulo XXXIII 243
Capítulo XXXIV 253
Capítulo XXXV 258
Capítulo XXXVI 262
Capítulo XXXVII 266
Capítulo XXXVIII 275
Capítulo XXXIX 279
Capítulo XL 290
Capítulo XLI 305
Capítulo XLII 311
Capítulo XLIII 333
Capítulo XLIV 348
Capítulo XLV 351
Capítulo XLVI 356
Capítulo XLVII 364
Capítulo XLVIII 377
Capítulo XLIX 384
Capítulo L 391
Capítulo LI 394
Adiós al mundo.
Si, en cierro modo, El Campamento de los Santos es el libro más ambicioso de Jean Raspail, es asimismo, sin duda alguna, el más controvertido. En la época de su publicación se dijo sobre él de todo, como era de esperar. No se puede abordar un tema tan delicado, tan sensible, sin atraer las furias de los bien-pensantes… En su simplicidad, la idea básica de la novela plantea una pregunta enorme: ¿Qué hacer si mañana un millón de hambrientos deciden presentarse ante nosotros, aquí, en Occidente, para saciar su hambre?
Precisamente ése es el principal mérito de la novela de Jean Raspail: plantear la cuestión. Cuestión desasosegante donde las haya, que no evidencia solamente problemas de tipo político, económico y social, sino, sobre todo, un problema moral y cultural; una segunda cuestión que surge acto seguido: ¿Qué moral y qué cultura podríamos oponer a tal avalancha?
Aunque también podríamos entender que nuestra moral y nuestra cultura no tienen nada que oponer ante tal alegre eventualidad, pues según todos los principios, bien conocidos, del nuevo humanismo, el Otro no puede hacer otra cosa que enriquecernos y en ningún caso pretender destruirnos.
Con el fondo de las referencias al Apocalipsis de San Juan, El Campamento de los Santos es una novela densa, que no cae en lo fácil y en la perogrullada. Pasando revista a las reacciones y los comportamientos de cada uno —individuos e instituciones—, el acento se fija en la fatalidad que se pone en marcha junto con la famélica Armada. Una fatalidad que no es otra cosa que la consecuencia lógica de nuestros abandonos sucesivos en todos los campos, y del odio hacia nosotros mismos.
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Puesto que no se trata tanto de una última dimisión de una civilización demasiado vieja, demasiado agotada para continuar pensando, tras el sobresalto, en defender sus valores (¿pero qué valores son todavía dignos de ser defendidos?), como de una jubilación ante el acercamiento del fin, de una rabia autodestructiva de la cual la Armada de la última oportunidad no es otra cosa que el catalizador…
Que la novela esté fuertemente marcada por la atmósfera intelectual de su época -los años 70- no cambia nada a la cuestión de fondo. Jean Raspail ha negado en numerosas ocasiones haber pretendido escribir una novela profética: “Es una especie de símbolo o parábola”, insistía todavía durante su entrevista con Christian Autier. “Por el contrario, lo importante de esta novela son las reacciones de Occidente (…) Se produce una especie de parálisis de la acción y del pensamiento porque no es posible oponerse a gente pobre y hambrienta. Ese es el tema. No es ni cristiano ni caritativo oponerse. ¿En nombre de qué? “.
En este sentido, El Campamento de los Santos levanta un acta pesimista, siniestra. No saca ninguna conclusión precipitada, no milita por nada ni por nadie bajo la cobertura cicla acción novelesca, no propone ninguna teoría simplista. Parte de una idea perturbadora, en el sentido propio del término, que en su pluma se convierte en un hecho dramático, y contempla, a veces con cierto distanciamiento irónico, a veces con cólera y despecho, las consecuencias.
A otro nivel, El Campamento de los Santos fue asimismo para el autor una manera de despedirse de un mundo que, desde entonces, ha aparecido en sus novelas bajo una forma constantemente aflictiva y, en consecuencia, cuidadosamente mantenida a distancia para dejar sitio en el primer plano a los individuos al margen, que se llaman Kandall y Jean Rudeau (Septentrión), Antoine de Tounens, Salvator de Orth (Los ojos de Irene), o Benoît {El anillo del pescador)-, mientras que en Los siete caballeros…, hizo cumplir a la Vida una última travesía por el mundo, antes de que Ella se pierda en las brumas de un horizonte improbable… El horizonte perdido del Campamento de los Santos.
PHILIPPE HEMSEN
Prefacio a la segunda edición española.
Jean Raspail escribió El Campamento de los Santos en 1973. La primera edición en español apareció seis años después, pasando bastante desapercibida sobre todo por ser la española de aquel entonces una sociedad todavía no afectada por los flujos migratorios que a partir de aquella década comenzaron a acelerarse para toda Europa.
Más de veinte años después, el 28 de diciembre de 1996, aparecía en el diario ABC un artículo de Torcuato Luca de Tena titulado La invasión tercermundista, en el que analizaba la actual problemática inmigratoria a la luz del libro de Raspail. Estos son algunos de sus párrafos:
“Todo hombre y toda nación tienen el sagrado derecho de preservar sus diferencias y su identidad en nombre de su futuro y en nombre de su pasado “, escribe el francés Jean Raspail en una estremecedora novela (Le camp des Saints) acerca del riesgo que supone para Occidente la invasión pacífica de Europa por los indigentes del Tercer Mundo.
Yo hubiese precisado así: “… por “respeto” a su pasado y por “prevención” de su futuro”. Por respeto a su pasado, porque toda nación es como una nave ya anclada en la Historia con unas características determinadas —idioma, costumbres, religión, familia, tradición, escala de valores— cuidadosamente preservadas a través de los siglos, y que conforman su personalidad única y diferencial. Y por prevención de su futuro, porque no es admisible que una sola generación, en nombre de unos principios pasajeros, de ética dudosa (aunque se amparen en ella), transformen de un plumazo la idiosincrasia de pueblos viejos y gloriosos que con su ciencia, investigación, audacia, descubrimientos y modo de ser, han ido elevando la dignidad de la especie humana a límites impensados. Esto es Europa: no un espacio geográfico determinado, sino una cultura en que cada uno de sus miembros jugó en su día un papel determinante, como si se hubiesen distribuido la especialidad del trabajo para transformar a la especie humana en algo muy superior a su condición animal: cuna del genio y el ingenio; de los descubrimientos geográficos, químicos, biológicos, físicos, astronómicos, atmosféricos y técnicos; traductores y enunciadores de las Leyes de la Naturaleza; domadores y primeros usuarios de las ondas invisibles de la luz, el sonido y la electricidad que pueblan el espacio; taller inmarcesible de todas las artes: inventores del derecho internacional, civil, penal y político; pioneros del espacio extraterrestre; creadores del Estado moderno; fuente de riqueza y templo del bienestar.
Todo ello está en riesgo de esfumarse, como niebla movida por el vendaval, si no se toman serias medidas comunitarias contra la lenidad en la aplicación de las Leyes de Inmigración. Europa es un formidable foco de cultura y prosperidad, que irradia su luz sobre el resto del planeta, pero es un territorio mínimo frente a una inmensidad poblada por diez mil millones de seres de los cuales las nueve décimas partes pertenecen a lo que se ha querido llamar el Tercer Mundo. La raza europea y sus prolongaciones en América y Australia son como una leve mancha de piel blanca, como la Vía Láctea en el firmamento, frente a la dermis afro-asiatica-polinesio-americana del obscuro espacio del resto de la Tierra.
En su libro-denuncia, Jean Raspail se declara antirracista. No pretende matizar los derechos humanos de valor universal según el color de la piel. Él no esta haciendo la apología de la raza blanca en detrimento o menosprecio de las de color. Lo que está es defendiendo un espacio cultural y político —Europa—, de una invasión foránea de indigentes (si no lo fuesen se quedarían en sus países) cuyos individuos son de evidente inferioridad cultural, educacional, higiénica y sanitaria, de otras costumbres, de otras religiones, con otra escala de valores, otros gustos y un muy diferente sentido reverencial del trabajo.
El critico literario Jeffrey Hart, de la Universidad americana de Princeton, reconoce el carácter no racista de la obra citada, al escribir; “Raspail is not writing about race, he is writing about civilization”.
Asombra, pasma enumerar, lo que ha hecho Europa en el mundo y para el mundo, y estremece pensar que todo ello pueda perderse, difuminarse, obscurecerse —la piel también, ¿por qué avergonzarse de ella?— con la invasión pacífica de genes extraños que no portan con ellos ni el amor a la superación, ni la veneración al trabajo bien hecho, o simplemente al trabajo.
(…) Hay que poner remedio a esto. No sólo con la expulsión automática de los ilegales “sin posibilidad de reinserción por haber violado una vez las leyes del país”, sino con el uso de una extrema prudencia en la concesión de los permisos legales de inmigración, con la mira puesta exclusivamente en las estadísticas y necesidades de mano de obra. Es decir —y me dirijo con ello al Gobierno— en defensa de los intereses que el país ha puesto democráticamente en sus manos.
Porque, como ha escrito Jean Raspail: “todo hombre—y toda nación— tiene el sagrado derecho de preservar sus diferencias y su identidad en nombre de su futuro y en nombre de su pasado”.
El mundo, desde aquel no tan lejano 1973, ha cambiado mucho.
En julio de 1999 ocupaba las portadas de los periódicos de todo el mundo la noticia histórica del nacimiento del ser humano número seis mil millones, dando ocasión a numerosos comentarios en prensa, radio y televisión sobre tan transcendental tema para la Humanidad presente y, sobre todo, futura.
La imagen que de la Humanidad nos presentan los demógrafos para las próximas décadas es la de un hormiguero de gentes en su mayoría famélicas, cuya presión demográfica impedirá el desarrollo sostenido de sus propios Estados, alterará la fisonomía de los económicamente prósperos y demográficamente más estabilizados, y pondrá a prueba la capacidad del Planeta Azul para sostener tan inmenso número de habitantes sin sufrir el colapso ecológico que, según los indicios parecen confirmar, se avecina a grandes pasos.
La excepción a este frenético crecimiento de la población será Europa y sus prolongaciones en otros continentes, fundamentalmente Norteamérica. En estos lugares el problema a resolver será el contrario: cómo paliar el progresivo y, al parecer, imparable proceso de envejecimiento de la población que inevitablemente conducirá a su desaparición en poco tiempo si dicha tendencia no se invierte.
En los primeros días de 2000, la ONU daba a conocer su último informe sobre demografía europea en el que recomendaba que Europa levantase las barreras a la inmigración y abriese sus puertas de par en par para que “pueda sobrevivir económica y socialmente”. Y avanzaba la cifra de 159 millones de inmigrantes que Europa habrá de importar en las próximas dos décadas para garantizar su supervivencia.
La Comisión Europea, pocos días después, daba a conocer su total acuerdo con el informe de la ONU y sacaba a la luz su decisión de activar la llegada de inmigrantes a Europa, pues, de lo contrario, correría peligro el Estado del Bienestar al no poder garantizarse la continuidad de las pensiones si en el brevísimo plazo de cinco años no se incrementa grandemente la mano de obra extranjera. El Gobierno español se apresuraba acto seguido a anunciar su decisión de promover la entrada en nuestro país de varios millones de inmigrantes en los siguientes tres años para hacer frente al envejecimiento demográfico que se está produciendo.
Esta recomendación de la ONU viene causada por los últimos estudios demográficos realizados por dicho ente supranacional, en los que se prevé que en los primeros veinticinco años del siglo XXI el 95% del crecimiento demográfico mundial tendrá lugar en los denominados países subdesarrollados. Las cifras publicadas por el U.S. Bureau of the Census son las siguientes:
DESARROLLO DE LA POBLACIÓN MUNDIAL EN EL PERÍODO 1950-2050
(cifras en millones de personas)
Año
1950
1998
2050
África
221
749
1.766
Asia
1.402
3.585
5.268
Sudamérica
167
504
809
Europa
547
729
628
Norteamérica
172
305
392
Como se puede apreciar, en contraste con el crecimiento esperado para los próximos cincuenta años en todos los demás continentes —en algún caso, espectacular: el 135 % en África—, Europa es el único para el que se prevé una importante pérdida de habitantes.
De la combinación de dos factores, población y recursos, es de lo que dependerá el rostro del mundo de los próximos años. Es evidente que si África es incapaz de alimentar a su actual población de setecientos cuarenta y nueve millones de habitantes, según vaya acumulando esos mil millones más que tiene previstos para las próximas décadas será forzoso el éxodo de ingentes masas humanas hambrientas incapaces de sobrevivir en un continente depauperado y sobrehabitado. Y su destino no podrá ser, obviamente, la populosísima y desigualmente desarrollada Asia, sino que las más elementales leyes de la geopolítica exigen que vayan a ocupar el vacío dejado por la envejecida, estéril y opulenta Europa; para ello no tendrán más que cruzar la piscina que les separa de la ribera norte del Mediterráneo siguiendo los pasos de los primeros emigrantes africanos llegados a Europa a lo largo de la segunda mitad del siglo XX.
Ante la situación demográfica actual, la lógica exigiría a los Gobiernos europeos la potenciación urgente de la natalidad para evitar el envejecimiento y subsiguiente desaparición de los pueblos de los que son sus representantes y rectores, mientras que en los países asiáticos y africanos deberían activarse en su propio beneficio políticas de férreo control de la natalidad que eviten la miseria a cientos de millones de personas hacinadas en países que no pueden garantizarles su supervivencia. Y esto es mucho más evidente en una época como la nuestra, en la que los organismos supranacionales adquieren paulatinamente mayor poder de intervención en los asuntos internos de los Estados.
Sin embargo la realidad es muy otra. Si exceptuamos a China, donde hace ya años que las autoridades tuvieron que poner freno con diversas medidas legislativas al crecimiento desmesurado de su ya más que multimillonaria población, es paradójicamente en este viejo Occidente donde menos niños nacen por familia y más se potencia la contracepción y el aborto. Y a nadie llama la atención el hecho de que mientras que los europeos se niegan a tener hijos —lo cual es prueba de la bajísima vitalidad de nuestra civilización, que ya ni fuerzas tiene para reproducirse— al mismo tiempo se aumentan en progresión geométrica las adopciones de niños de otros continentes, promovidas con gran despliegue desde los medios de comunicación. Este suicidio colectivo de una civilización que se niega a seguir viviendo es el hecho definitivo que ha de conducir inevitablemente a la inmigración masiva de gentes de otros continentes. Contra dicha invasión total ya nadie podrá ni querrá oponerse aunque solamente fuese por razones egoístas; porque si no nacen nuevos ¿quién va a trabajar en Europa?, ¿quién va a ocupar los puestos de trabajo que los futuros europeos inexistentes dejarán sin ocupar?, ¿quién va a producir y cotizar para que el Estado pueda seguir funcionando y para que los jubilados puedan seguir cobrando sus pensiones?. Si las nuevos generaciones de europeos no bastan, no quedará más remedio que traer la mano de obra de fuera. Y con la facilidad añadida de que son los propios gobiernos europeos los que están desarrollando esta agenda inmigratoria mediante una política de hechos consumados que acabará implantando una situación no explícitamente deseada por el pueblo sin que este pueda darse cuenta palpablemente de ello debido al ritmo lento pero constante del flujo inmigratorio, que evita procesos traumáticos de rechazo.
Actitudes como ésta obligan a advertir que los gobiernos europeos están liquidando Europa. Toda una civilización milenaria está en trance de desaparición debido al simple hecho de que la población que la creó tiene sus días contados puesto que sus propios gobiernos la han condenado a muerte. Hay muchos europeos a los que esta perspectiva les parece atractiva, y son libres de proclamarlo. Pero hay también muchos europeos a los que no, y que se ven compelidos a guardar silencio porque, de lo contrario, se arriesgan a atraer sobre sus cabezas la furia desatada por los guardianes del Pensamiento Único. Guardianes, éstos, que se creen extraordinariamente originales y transgresores, cuando no son otra cosa que las innumerables gotas de la corriente dominante.
Merece la pena reflexionar sobre el pasmoso hecho de que en esta superpoblada Tierra, Europa es el único gran colectivo cultural que se encuentra en grave peligro de desaparición. En ninguna otra parte del planeta se produce este fenómeno de autonegación y suicidio. Habría que acudir al reino animal para encontrar un paralelismo con esta situación en la que toda una inmensa civilización se dirige alegremente, encabezada por sus propios líderes políticos, a su autodestrucción. Sólo los lemmings del Círculo Polar Ártico, con sus periódicas migraciones masivas hasta encontrar la muerte por millones en las aguas del mar, desarrollan un comportamiento similar al del hombre blanco. Pero mientras que la explicación del caso de estos roedores se halla en las profundidades de su instinto, la del nuestro todavía no ha sido encontrada.
Porque, ¿en qué otro ámbito existe tanta inmigración? ¿En Asia, en África? Obsérvese que siempre se trata de naciones blancas, es decir, Norteamérica y Europa. Y el único país asiático que experimenta una fuerte inmigración es Australia, el único de población blanca.
¿En qué otros lugares del mundo -y éste es el tema central que nos propone el autor de El Campamento de los Santos- se hace ingeniería ideológica para favorecer la inmigración, cri16
minalizando el rechazo, creando complejos de culpabilidad, marginando a las opciones políticas que se oponen a ella, desarmando moralmente, en fin, a una población desorientada que presiente que algo no funciona bien pero que ni sabe descubrir ni se atreve a denunciar?
¿En qué otro lugar del mundo se incumplen voluntariamente por parte de los gobiernos sus propias leyes de inmigración para hacer la vista gorda a la entrada masiva de inmigrantes?
¿En qué otros países, que no sean los europeos y sus prolongaciones blancas de otros continentes, se glorifica la mezcla racial como objetivo a conseguir?
Retamos al lector: nómbrenos un sólo país no-blanco que permita la inmigración masiva y promueva el multiculturalismo.
Habría que preguntar muy alto a los poderes públicos europeos el porqué de esta anormal situación que tan gigantescas consecuencias traerá para nuestros hijos y nietos.
Los políticos europeos están liquidando alegremente una enorme herencia llamada Europa o Civilización Occidental o como se prefiera. Hasta este momento, generación tras generación, se ha ido pasando ese ingente cúmulo de cultura, arte, historia y vida en común que conforma nuestra civilización, con todas sus ventajas y todos sus inconvenientes. Pero los políticos de hoy —nadie sabe en virtud de qué poder delegado— han decidido dilapidar esta herencia. Nuestros hijos y nuestros nietos ya no la poseerán. ¿Son conscientes los políticos de su responsabilidad?
Los hombres de siglos futuros, cuando investiguen la historia de nuestros días, se sorprenderán del suicidio de toda una sociedad que prefirió, para evitar la bancarrota de las pensiones en Europa, hacer desaparecer a Europa. Y se rascarán la cabeza, atónitos, intentando buscar una explicación a una voluntad suicida que acabó con toda una Civilización.
Los europeos hemos de plantearnos la más trascendental cuestión de nuestra Historia. Podemos seguir siendo o desaparecer.
Prefacio a la primer a edición francesa
Quería escribir un extenso prólogo, explicarme, demostrar que todo esto no es tan utópico y que, si bien la acción simbólica pueda parecer inverosímil a algunos, habrá, ineludiblemente, otra de igual naturaleza. Basta con referirse a las pavorosas previsiones demográficas para el año 2000, o sea, dentro de 28 años: siete mil millones de hombres, entre los cuales sólo habrá novecientos millones de blancos.
Pero ¿para qué?
No obstante, debo señalar al lector que numerosos textos atribuidos a la palabra o a la pluma de mis personajes, memoriales, discursos, cartas pastorales, leyes, reportajes, declaraciones de todo género, son textos auténticos. Quizá serán reconocidos de pasada… Aplicados a la situación que he imaginado, resultan aún más luminosos.
J. R.
1973
Prefacio a la tercera edición francesa
Publicada por primera vez en 1973, esta novela anticipa una situación que actualmente resulta plausible y constituye una amenaza cuya eventualidad ya a nadie le parece inverosímil: describe la invasión pacífica de Francia, luego de Occidente, por el tercer mundo convertido en multitud. En todos los ámbitos — conciencia universal, gobiernos, equilibrio de civilizaciones y, sobre todo, en el fuero interno de cada cual— se plantea la misma pregunta, pero demasiado tarde: ¿qué hacer?
¿Qué hacer, puesto que nadie puede renunciar a su dignidad de hombre a costa de consentir el racismo? ¿Qué hacer, puesto que, al mismo tiempo, cualquier hombre —y cualquier nación— tiene el derecho sagrado de preservar sus diferencias y su identidad en nombre de su futuro y de su pasado?
Nuestro mundo se ha constituido en medio de una extraordinaria diversidad de culturas y razas que sólo han podido desarrollarse, a menudo hasta la última y particular perfección, mediante una necesaria segregación de hecho. Los enfrentamientos que de ello se derivan y que siempre se han derivado no son enfrentamientos racistas —y ni siquiera raciales. Forman parte simplemente del movimiento perpetuo de las fuerzas que, oponiéndose, forjan la historia del mundo. Los débiles se eclipsan, después desaparecen; los fuertes se multiplican y triunfan.
El expansionismo occidental, por ejemplo, desde las Cruzadas y los grandes descubrimientos terrestres y marítimos hasta la epopeya colonial y sus últimos combates de retaguardia, obedecía a diversos motivos —nobles, políticos o mercantiles—, pero en los cuales el racismo no ocupaba ningún lugar y no desempeñaba ningún papel, salvo quizás entre las almas viles. La correlación de fuerzas estaba a nuestro favor, esto es todo. Tanto si se aplicaba las más de las veces en detrimento de otras razas —aunque algunas de ellas fueron salvadas de su adormecimiento natural—, dicha correlación sólo era la consecuencia de nuestra sed de conquista: no un motor y ni siquiera una coartada ideológica. Hoy, cuando la correlación de fuerzas se ha invertido diametralmente y nuestro antiguo Occidente, trágicamente minoritario en esta tierra, refluye tras sus murallas desmanteladas y ya está perdiendo batallas en su propio territorio; hoy, cuando Occidente empieza a percibir, asombrado, el sordo estruendo de la formidable marea que amenaza con sumergirlo, es preciso acordarse de lo que anunciaban los antiguos relojes solares:
«Es más tarde de lo que crees…». Esta última referencia no ha surgido de mi pluma. La escribió Thierry Moulnier a propósito, precisamente, de El Campamento de los Santos. Perdóneseme por citar otra referencia, la del profesor Jeffrey Hart, de la universidad de Princeton, cronista literario y célebre columnista estadounidense: «Raspail no escribe sobre la raza: escribe sobre la civilización».
El Campamento de los Santos es, por lo demás, un libro simbólico, una especie de profecía bastante brutalmente puesta en escena con los medios de que disponía, pero al ritmo de la inspiración, pues si un libro me ha sido alguna vez inspirado, tengo que confesar que ha sido exactamente éste. ¿De dónde diablos hubiera podido, si no, sacar la fuerza de escribirlo? De ese trabajo de dieciocho meses salí, por lo demás, irreconocible, a juzgar por la foto de contraportada de la primera edición de 1973: un rostro agotado que aparentaba diez años más de los que tengo ahora, y cuya mirada era la de alguien al que han atormentado demasiadas visiones. Y, sin embargo, lo que en este libro correspondía a mi verdadera naturaleza era, precisamente, el mucho humor que también se desgrana en él: un buen humor hecho de ridiculización, en que lo cómico aparece bajo lo trágico, con una cierta dosis de bufonería como antídoto del apocalipsis. Siempre he sostenido que, pese a su tema, esta novela no es un libro triste, y estoy agradecido a quienes como Jean Dutourd, en particular, así lo han comprendido: «Como nuestro Occidente se ha convertido en un payaso, su tragedia final bien pudiera ser una enorme payasada. Es por ello por lo que este libro terrible es, en el fondo, tan cómico».
Para volver a la acción de El Campamento de los Santos, si ésta constituye un símbolo, no pertenece a la utopía, o, mejor dicho, ya ha dejado de pertenecer a la utopía. Si profecía hay, hoy estamos viviendo sus primicias. Simplemente, en El Campamento de los Santos esta profecía es tratada como una tragedia a la antigua, con unidad de tiempo, lugar y acción: todo sucede durante tres días en las costas del sur de Francia, donde queda sellado el destino del mundo blanco. Siguiendo mecanismos que desde 1973 se describían, por lo demás, en esta novela (boat people, radicalización en Francia de la comunidad magrebí y de otros grupos alógenos, gran acción psicológica de las ligas humanitarias, exacerbación del evangelismo entre los responsables religiosos, angelismo de las conciencias, negativa a encarar la realidad, etc.), el proceso está, en la realidad, muy avanzado, pero el desenlace no estallara en tres días, sino que lo hará, casi con toda seguridad, después de numerosas convulsiones acontecidas en las primeras décadas del tercer milenio —apenas dentro de una o dos generaciones. Cuando se sabe lo que representa hoy una generación en nuestros viejos países europeos —generación «ahí-me-las-den-todas», a imagen de la familia «ahí-me-las-den-todas» y de la nación «ahí-me-las-den-todas»—, a uno se le rompe el corazón y le embarga el desaliento. Basta pensar en las terribles previsiones demográficas para los próximos treinta años, y las que voy a citar nos son las más favorables. Cercados en medio de siete mil millones de hombres, se hallan setecientos millones de blancos, apenas un tercio de los cuales —y poco frescos, muy envejecidos— se encuentran en nuestra pequeña Europa, teniendo frente a ellos, al otro lado del Mediterráneo y procedentes del resto del mundo, una vanguardia de cerca de cuatrocientos millones de magrebíes y musulmanes, el cincuenta por ciento de los cuales tiene menos de veinte años. ¿Cabe imaginar un solo instante, y en nombre de qué política de avestruz, que se pueda sobrevivir en medio de tal desequilibrio?
Hablando de ello, ha llegado ahora el momento de explicar por qué, en v, son masas humanas procedentes del lejano Ganges y no de orillas del Mediterráneo las que invaden el sur de Francia. Se debe a diversas razones. Una de ellas consistía en cierta prudencia por mi parte y, sobre todo, a mi rechazo de entrar en el debate trucado del racismo y del antirracismo en la vida francesa, así como a mi repulsa por ilustrar, con riesgo de envenenarlas, tensiones raciales ya perceptibles pero aún no candentes. Es cierto, ya se encuentra entre nosotros una considerable vanguardia, la cual manifiesta claramente la intención de quedarse, al tiempo que rechaza la asimilación; una vanguardia que, dentro de veinte años, contará dentro del pueblo antiguamente francés con más de un treinta por ciento de alógenos sumamente «motivados». Es una señal, pero sólo una señal. Uno puede detenerse en ella. Uno puede incluso, a este respecto, emprender algunas escaramuzas, al tiempo que ignora o finge ignorar que el verdadero peligro no reside sólo ahí, sino que está en otro sitio, está por llegar, y por su amplitud será de naturaleza distinta. Tengo en efecto la convicción de que, a escala planetaria, todo se desencadenará como en un billar en el que las bolas se empujan unas a otras a partir de un impulso inicial, el cual podría surgir en cualquiera de estas inmensas reservas de miseria y de multitud como las existentes ahí, en el Ganges.
Probablemente las cosas no sucedan exactamente como lo he descrito, pues El Campamento de los Santos sólo es una parábola, pero a fin de cuentas el resultado no será distinto, aunque quizás se produzca siguiendo formas más difusas y aparentemente más tolerables. Así fue como murió el imperio romano: a fuego lento, es cierto, aunque esta vez puede que se produzca un incendio repentino. Se dice que la historia nunca se repite, lo cual es una enorme majadería. La historia de nuestro planeta no está hecha sino de vacíos sucesivos y de ruinas que otros, a su vez, han ido llenando y en algunas ocasiones regenerando.
Lo cierto es que Occidente está vacío, por más que aún no esté verdaderamente consciente de ello. Civilización extraordinariamente inventiva, la única capaz de responder a los inconmensurables desafíos del tercer milenio, Occidente ya no tiene alma. A escala de las naciones, razas y culturas, así como a escala individual, es siempre el alma la que gana los combates decisivos. Es ella, y sólo ella, la que constituye la trama de oro y bronce con que se forjan los escudos que salvan a los pueblos fuertes. Casi ya no diviso alma entre nosotros. Mirando, por ejemplo, a mi propio país, Francia, tengo a menudo la impresión, como en una pesadilla despierta, de que muchos franceses «de origen» sólo son actualmente como moluscos que viven en las conchas abandonadas por los representantes de una especie ya desaparecida, que se llamaba la especie francesa y en nada presagiaba a la que, por no se sabe qué misterio genético, se ha amparado ahora de este nombre. Se contentan con durar. Aseguran marginalmente su sobrevivencia día a día y de forma cada vez más blanda. Enarbolando la bandera de una ilusoria solidaridad interna y «tranquilizadora», ya no son solidarios de nada, y ni siquiera son conscientes de nada de lo que constituye el esencial fondo común de un pueblo. En el plano práctico y materialista —el único que aún puede encender una lucecita de interés en su mirada envidiosa—, constituyen una nación de muy pequeños burgueses que, en medio de una riqueza heredada y cada vez menos merecida, se ha pagado y aún se paga, en plena crisis, a millones de domésticos: los inmigrados. ¡Ah, cómo van a temblar! Los domésticos tienen numerosísimos parientes más allá y más acá de los mares —en realidad tienen una sola y famélica familia que puebla toda la tierra. Espartaco a escala planetaria… Por citar sólo un ejemplo entre mil, la población de Nigeria, en África, cuenta con cerca de setenta millones de habitantes que su país es incapaz de alimentar, puesto que dedica más del cincuenta por ciento de sus ingresos petrolíferos a adquirir alimentos. A comienzos del tercer milenio habrá cien millones de nigerianos y el petróleo se habrá agotado.
Pero el muy pequeño burgués sordo y ciego sigue siendo un bufón que ni se entera. Aún disfrutando milagrosamente de la abundancia en sus fértiles prados de Occidente, grita mirando de reojo a su vecino más inmediato: «¡Que paguen los ricos!» ¿Se entera al menos, pero, en fin, se entera de que el rico es precisamente él? ¿Se entera de que este grito de justicia, este grito de todas las revueltas, clamado por miles de millones de voces, es contra él, y contra él solo, contra quien pronto se alzará? He ahí todo el tema de El Campamento de los Santos.
Entonces, ¿qué hacer?
Soy novelista. No tengo teoría, sistema o ideología que proponer o defender. Me parece tan sólo que ante nosotros se presenta una única alternativa: aprender la valentía resignada de ser pobres o volver a encontrar la inflexible valentía de ser ricos. En ambos casos, la caridad denominada cristiana se revelará impotente. Serán crueles esos tiempos.
J.R.
CITAS
Cuando se hubieren acabado los mil años, será Satanás soltado de su prisión y saldrá a extraviar a las naciones que moran en los cuatro ángulos de la Tierra, a Gog y a Magog, y reunirlos para la guerra, cuyo ejército será como las arenas del mar. Subirán sobre la anchura de la tierra y cercarán el campamento de los santos y la ciudad amada.
Apocalipsis, XX, 7-9
Podríamos buscar juntos un nuevo estilo de vida que permitiera la existencia de ocho mil millones de seres humanos que se calcula poblarán el planeta en el año 2000.
De lo contrario, no hay suficientes bombas atómicas que puedan contener el maremoto constituido por los miles de millones de seres humanos que, intentando sobrevivir, partirán un día de la patria meridional y pobre del mundo para irrumpir en los espacios relativamente abiertos del rico hemisferio septentrional.
H. Boumedienne, presidente de Argelia (marzo de 1974)
La pregunta es ahora: ¿cómo vamos a inventar un modo de relación pacífico con un grupo importante que ya forma parte del Estado francés, que tiene derecho a ser lo que es, puesto que se trata de una situación de hecho que hemos acepado y querido? ¿Cómo vamos a inventar modos de coexistencia dentro de Francia que posibiliten tal cohabitación dentro del amor y el respeto de la libertad de cada cual? Es ésta una de las tareas de las generaciones venideras.
Cardenal Lustiger (abril de 1984)
Mi espíritu se vuelve cada vez más hacia Occidente, hacia la vieja herencia. Quizá haya bastantes tesoros que retirar de sus ruinas… No sé.
Lawrenck Durell
Vista desde el exterior, la amplitud de las convulsiones de la sociedad occidental se acerca al punto más allá del cual esa sociedad se torna “metastable” y debe descomponerse.
Alexander Soljenitsin