488 páginas
Ediciones Vórtice
2011, Argentina
tapa: blanda, color, plastificado, con solapas
Precio para Argentina: 115 pesos
Precio internacional: 26 euros
En esta obra se define a la Inquisición como un Tribunal de Misericordia porque fue el único de la historia en que el culpable era perdonado por el solo acto de arrepentirse. Las garantías procesales con que contaba cada acusado hicieron de la Inquisición católica y española el tribunal más justo de la época, mientras que otras instituciones semejantes, procedentes de otros credos, actuaron con severísimo rigor y masacraron cientos de miles de personas sin juicio ni proceso. Basado en los estudios de distintos simposios internacionales y variadísimos estudios sobre la Inquisición, llevados a cabo por eruditos de múltiples nacionalidades, religiones e ideologías, esta obra indaga sin prejuicios ni temores los temas más espinosos, como la quema de brujas, las torturas, las ejecuciones, el secreto de testigos, los Autos de Fe, el Caso Galileo, Torquemada, los crímenes rituales y la desconocida estructura interna del Tribunal de la Inquisición.
ÍNDICE
Prólogo, por Antonio Caponnetto 11
Dedicatorias 15
Nota de autor 17
Agradecimientos 21
Consideraciones previas 23
Capítulo 1
Mea culpa: Juan Pablo II y la Inquisición 27
Juan Pablo II y ¿un pedido de perdón mal interpretado? 27
Verdadero alcance del mea culpa 32
El Simposio Internacional sobre la Inquisición convocado por Juan Pablo II 38
Sobre el resultado del Simposio reflejado en el libro de la Inquisición 42
Los católicos y la “culpa” 44
El mea culpa pendiente 47
La Iglesia está libre de pecado 49
El que calla otorga (y algunas observaciones) 50
Capítulo II
La Leyenda Negra 57
¿De qué se acusa a la Inquisición? 57
¿Qué es la Leyenda Negra? 58
Razones del éxito de la Leyenda Negra 73
La Imprenta 73
La quinta columna y la finanza judía 75
España responde tardíamente 78
La Antihistoria y la Ignorancia, producto de la Leyenda Negra 82
Razones de la vigencia de la Leyenda Negra 83
Capítulo III
Consideraciones previas al estudio de la Inquisición 87
El Tribunal de la Inquisición no fue un invento español 87
Los tribunales inquisitoriales tampoco fueron invento de la Iglesia Católica 89
La Inquisición judía 91
Los rabinos y la Inquisición medieval 103
Tampoco fue un invento de España, de la Inquisición o de la Iglesia, la denominada “limpieza de sangre”. Los “estatutos” no fueron racistas 104
Limpieza de sangre en España 104
El racismo hebreo en la historia 115
Limpieza de sangre en el Islam 124
Tampoco fueron invento de España, de la Inquisición o de la Iglesia, las expulsiones de judíos o el denominado antisemitismo 125
Las expulsiones 126
Las persecuciones 133
El mito del antijudaísmo español 137
Capítulo IV
El Tribunal de la Inquisición 141
¿Qué fue la Inquisición española? Bosquejo histórico 141
Qué fue 141
Contexto histórico 144
Los métodos pacíficos (y su agotamiento) 150
La gota que rebalsó el vaso 155
La violencia hebrea y judeoconversa 157
La tolerancia católica 161
La intolerancia protestante 164
Herejía, ¿qué significaba para la sociedad? 165
Un antecedente significativo 167
La represión de la herejía 172
La herejía, castigada por todos en todas las épocas 177
El pueblo detestaba a los herejes 180
¿Tolerar la herejía? 184
Los judíos y el pueblo cristiano 187
Consideraciones 188
No obstante, siempre se respetó a los judíos 190
La cuestión judía 193
Los judíos y el estado 195
El peligro exterior 196
El peligro interior 200
Los judíos y el pueblo 203
Los conversos: razón de la Inquisición española 212
Sobre conversiones “forzadas” 213
Los judeoconversos 216
El grave peligro del falso converso 220
Tolerancia 223
El apoyo de los conversos al tribunal 225
Judíos contra judíos 226
Capítulo V
Potestad, competencia, jurisdicción, ramificación 229
Potestad 229
Competencia 229
Jurisdicción 232
Ramificación 233
Etapas 238
1a Etapa (1483-1520) 238
2a Etapa (1520-1630/40) 238
3a Etapa (1630/40-1725) 240
4a Etapa (1725-1834) 240
Capítulo VI
Estructura y organización del tribunal 243
Minucioso Archivo y cuidado administrativo 243
Normativas e Instrucciones 245
Manuales de Inquisidores 247
Oficiales y funcionarios 249
Gran Inquisidor General 251
Consejo de la Suprema Inquisición 252
Inquisidores 255
Virtudes y requisitos 256
Tareas 259
Obispos 261
Otros funcionarios 261
Comisarios y familiares: ¿espías? 264
El mito de un Tribunal omnipresente y omnipotente 267
En cuanto al mito de un tribunal omnipresente 267
En cuanto al mito de un tribunal omnipotente 270
Las finanzas del Tribunal de la Inquisición 272
Capítulo VII
La actuación inquisitorial 277
Elementos necesarios para un proceso 283
Medidas cautelares 286
Audiencias de moniciones 289
Fase procesal y plenaria 290
Sentencia 292
Algunos casos 293
Auto de fe (Sermo generalis) 296
Medios de defensa del acusado 299
Garantías y derechos del reo 301
Capítulo VIII
Penas usuales de la Inquisición española 311
Capítulo IX
Pena de muerte en la Inquisición española 319
Consideraciones 319
Antecedentes 324
Pena de muerte en la Inquisición 326
Las masacres protestantes 328
Resultados de recientes y anteriores investigaciones científicas 334
¿Qué responsabilidad sobre las muertes cabe al tribunal? 342
Capítulo X
Tormento en la Inquisición española 347
Consideraciones 347
Antecedentes 349
La aplicación del tormento 352
Tipos de tormento 354
Resultados de las últimas investigaciones 363
Tortura en el siglo XX 365
Métodos de tortura de fines del siglo XX 370
Tortura en el siglo XXI 373
Siglo XVI vs. siglo XXI 377
Conclusión 379
Capítulo XI
Refutación a las acusaciones más comunes esgrimidas contra la Inquisición 381
Sobre las cárceles 381
Sobre el carácter de las denuncias 395
Sobre el secreto de testigos 401
Breve referencia al caso Galileo y otros 406
Otros casos 417
¿Por qué fueron procesados algunos santos? 423
La Inquisición frente a la ciencia y las letras 424
La censura. El Index 430
Un caso paradigmático 442
La Inquisición y la brujería 446
El proceso de Logroño 449
Algunas normativas sobre brujería 451
Las investigaciones de los expertos 455
Sobre los crímenes rituales judíos 457
Tomás de Torquemada 466
Capítulo XII
Caída de la Leyenda Negra 473
Conclusión Final 479
Siglas 481
Bibliografía 483
PRÓLOGO
Confieso al lector bien dispuesto que cuando Cristian Rodrigo Iturralde tuvo la deferencia de remitirme los primeros avances de su minuciosa investigación, supuse que se trataba de un ensayo más, elaborado al calor de la fe militante y de los bríos juveniles.
Por cierto que si aquí se hubiera agotado la iniciativa, de ningún reproche se haría pasible al autor, puesto que la juventud le cuadra por bendita razón de su edad, y la militancia le corresponde como a todo bautizado fiel. Sabiendo que la alegría de la juventud es su fuerza, según dice la Sagrada Escritura (Prov. 30, 18), no formulaba yo el menor desdoro sobre el escrito al presuponer congregadas en él ambas cualidades arriba mencionadas.
Pero no; no se trataba solamente de un ensayo ardoroso, movido por el legítimo afán testimonial. Había en esas páginas otras virtudes, que sin mengua de los inevitables aspectos perfectibles o depurables, las tornaban atrapantes y oportunas.
A los primeros envíos del autor siguieron otros y otros más, todos ellos reveladores de una voluntad estudiosa perseverante. Cuando quise acordarme, y a fuer del simple gesto cortés de contestar la correspondencia que me llegaba, estaba yo involucrado en la lectura analítica de una valiosa obra entonces inédita.
Enbuenahora gane ahora la calle y llegue a las inteligencias del público.
Ha sido un primer acierto del autor llevar a cabo aquello que en la tauromaquia y en el refranero popular se conoce como “tomar el toro por las astas”. En este caso, el gesto consistía en aclarar desde el principio, que -contrariamente a la falsedad masiva lanzada por los mass media- la Iglesia no había pedido perdón por el Tribunal de la Santa Inquisición, golpeándose el pecho contrita. Había pedido su estudio y su valoración; y no sólo eso. Se había ocupado expresamente de que tales investigaciones llegaran a buen puerto, y cuando arribaron, tras años de trabajo responsable, sus conclusiones, lejos de ser condenatorias, fueron contrarias a las opiniones apriorísticas del mundo.
El peso infamante de las leyendas negras, y el de los preconceptos interesados de los enemigos del Catolicismo, se derrumbaba ante los juicios serenos y críticos de los historiadores honestos.
Empero, nunca terminaremos de indignarnos ante la liviandad y la maledicencia de los múltiples artífices de las susodichas leyendas negras. Armadas con las apariencias de verdades inconcusas, urdidas en concurrencia de objetivos impíos y de internacionales respaldos, fabricadas y difundidas con el apoyo de los modernos recursos tecnológicos, todas las versiones amañadas circulan y contagian el ambiente cultural hasta crear lo que se conoce como pensamiento único, políticamente correcto.
Pues en este libro, tan fiera estrategia de los mendaces, sufre un rotundo traspié.
Aludiremos al segundo mérito del autor usando otra expresión igualmente popular y refranera:: meter el dedo en la llaga. Puede hacerse para que la herida duela, y en tal caso no nos es recomendable, sea la llaga propia o ajena, lo mismo da. Pero puede hacerse para curar, cauterizar y sanar una dolencia profunda, que no de otro modo cicatrizaría si no fuéramos capaces de llegar hasta el fondo con nuestra mano terapéutica. “No importa que el escalpelo haga sangre -recomendaba José Antonio Primo de Rivera-, lo importante es estar seguro de que obedece a una ley de amor”.
Por este segundo motivo; esto es, plenamente justificado, el autor ha metido el dedo en la llaga. No eludió ningún aspecto esencial, no omitió las cuestiones espinosas, no trazó rodeos para evitarse complicaciones, ni se distrajo con simulaciones ante los debates más controvertidos.
Salió al cruce. Y nos invita a distinguir lo que es la herejía, y el mal enorme que significaba en una sociedad cristocéntrica. Lo que es la caridad, y cómo no contradice su mandato el castigo a los protervos. Lo que es una sanción equitativa y prudente, alejada de una conducta sádica. Lo que es vigilar la ortodoxia sin que ello importe constreñir las conciencias ni las incuestionables libertades. Lo que es trabajar por la conversión de los infieles, o encarcelar a los delincuentes, o vigilar la pureza moral de las sociedades, contrario en todo a la coacción espiritual, a las arbitrariedades procesales o a la acción policíaca desmadrada e invasora. Lo que es misionar con celo evangélico, o preservar con tesón las formulaciones del Símbolo de los Apóstoles, y su diferencia con la acción omnipresente de un Estado sin alma.
Distinguir, y distinguir siempre con cuidado. Considerando los casos particulares, incorporando matices, dividiendo lo general de lo específico, la norma de la excepción; comparando, analogando, respondiendo desde el pasado pero también desde el presente.
Esto es lo que ha hecho Cristian Rodrigo Iturralde. Y por eso, esas llagas en las que ha metido la mano han terminado sanadas que no sangrantes. Mencionaremos tres casos por demás difíciles, que el lector podrá constatar: el de la cuestión judía, el de la pena de muerte y el de la aplicación de las torturas. Quien busque los apriorismos habituales en estos tópicos -incluso los de procedencia “católica”- no los hallará. Hallará en cambio argumentos sopesados, razones medidas, constataciones documentales, testigos incuestionables.
Sea que se hable de la censura y del Index, de los terribles y silenciados crímenes rituales de procedencia hebrea, de los atropellos de origen protestante o del mentadísimo y tergiversadísimo caso Galileo, la verdad es que cada incursión en estas delicadas laceraciones ha sido tratada con responsabilidad y respeto. Incluso con calculado respeto a la sensibilidad del lector contemporáneo. Una sensibilidad que, muchas veces desordenada, le impide entender que en el pretérito prevaleció otra jerarquía de bienes, en cuya cúspide estaba, como cuadra, el Bien Supremo que es Dios.
Al tercer mérito de la obra -y para no quebrar el criterio didáctico que nos hemos impuesto- también le aplicaremos para su valoración un decir popular más que elocuente. Aquel según el cual, al que le venga bien el sayo que se lo ponga.
El sayo aquí mentado, por lo pronto, es el de los derechos humanos, muletilla inevitable en la dialéctica oficial corriente. Para escándalo de los prejuiciosos, lo cierto es que pocos tribunales conoció la historia tan preocupados por las garantías jurídicas de su época como el de la Santa Inquisición. El capítulo dedicado a los “medios de defensa” que el acusado tenía a su alcance, imprimen un dejo de envidiable nostalgia. Otrosí el de los cuidados con los reclusos para que las cárceles no fueran causa de ignominia.
Cuando en los días que corren en nuestra patria vemos, por un lado, el garantismo más ruin para con los asesinos; y por otro, las arbitrariedades jurídicas más escandalosas a favor del oficialismo, sin que falten jueces explícitamente enrolados en la contranatura, no podemos sino aflorar aquella institución que movilizaba a un sinfín de magistrados probos, procurando la plena realización de la justicia.
Se aducirá éste o aquél otro caso concreto de inequidad manifiesta; éste o aquél caso particular de inquisidor desaprensivo, de funcionario deshonesto, de honor vulnerado, de libertad coartada. Nadie niega la naturaleza humana y la inclinación al pecado. Ergo, nadie niega los errores, se cuenten por decenas o se reduzca a uno solo y resonante. Pero se trata precisamente del otro sayo que alguien tiene que ponerse. Porque el grueso de estos errores o abusos fueron primero y casi siempre enunciados por la misma Iglesia. La Inquisición no necesitó de sus enemigos para criticar y denunciar sus excesos. Tampoco inventó el populismo para dejar constancia de las fervorosas adhesiones populares que suscitaba; así como por contraste, de la desazón manifiesta en el pueblo llano cuando el Tribunal conoció su clausura histórica.
En un valioso texto que recoge algunas de sus catequesis de los miércoles -Gli apostoli e i primi discepoli di Cristo-, el Papa Benedicto XVI, al trazar la semblanza de Juan, el vidente de Patmos, hace expresa mención a “las graves incomprensiones y hostilidades que también hoy sufre la Iglesia”, y que “son sufrimientos que ciertamente no se merece, como tampoco Jesús mereció el suplicio”. Uno de esos dolores inmerecidos es la pertinaz mentira sobre su pasado, y una de esas mentiras recurrentes, malévolas e insidiosas, tiene a la inquisición como objeto predilecto.
Mérito final, entonces, el del autor de estas páginas; y ya no propiamente intelectual sino moral, el de socorrer a la Iglesia sometida al suplicio de la impostura, alcanzándole en medio de la cruz el agua fresca de la Verdad. “Dichoso el hombre en cuyo espíritu no hay fraude”, canta el Salmista (Sal. 32, 2).
Le caben al autor estas palabras. Y hacemos votos para que le sigan correspondiendo en lo sucesivo, si el oficio de apologeta abraza.
Recuerdo al concluir este desmañado prólogo, unos viejos versos de Ignacio Braulio Anzoátegui dedicado a las Invasiones Inglesas. El sabiamente irritativo Braulio -alegre pendenciero contra el mundo y su dueño- a la hora de explicar las razones de nuestra victoria sobre el invasor, apunta ésta que no es de menor monta: “Y teníamos, para defendernos de las tentaciones del espíritu, el Tribunal de la Santa Inquisición”.
Por eso el buen combate, el triunfo claro, el pendón desafiante, y las insignias enemigas capturadas y puestas al pie de María Santísima. Por eso, al fin, la Reconquista.
Permita el Dios de los Ejércitos que la lectura de estas páginas devuelva a los católicos el orgullo de serlo, arranque el abandono definitivo del complejo de inferioridad y de culpa en que nos quieren ver sumergidos los enemigos, y nos restituya el deber impostergable de la batalla heroica por el honor de la Esposa de Cristo.
Antonio Caponnetto
Buenos Aires, Cuaresma del 2010
NOTA DEL AUTOR
La Inquisición es un tribunal conocido más por lo que de éste se ha dicho, que por lo que ha sido en realidad. Así, todos parecen “saber” que la Inquisición fue algo execrable, reprobable, negativo, pero si alguien les preguntara: ¿por qué?, ¿qué fue?, ¿cuándo fue?, se encontrarían probablemente en un grave aprieto. Otros, aquellos que creen poder responder a estos interrogantes, cuando lo hacen, lo hacen mal, no por una calculada malevolencia, sino por haber obtenido sus magros o profusos conocimientos en libros más populares que apropiados. Y se debe entender por “apropiado” aquello concebido bajo la clara luz del estricto rigor científico y el aire desapasionado. Finalmente, estos ensayos se han ocupado en ofrecer al lector una visión liviana, entretenida y placentera de los hechos, que en hacer propiamente verdadera historia.
Aun el inquieto lector, que quiera abordar estos temas adecuadamente, se encontrara con un gravísimo problema: la ausencia de bibliografía, particularmente en nuestro país, que proponga la cuestión objetivamente. Se puede agregar, al respecto, un hecho paradójico para una época que se jacta de poseer, antonomásticamente, un espíritu abierto y celosamente científico: la antipatía genérica hacia la ingente y categórica evidencia documental existente sobre el Tribunal de la Inquisición. Esta antipatía a veces manifestada simplemente en deliberada indiferencia u omisión, otras en mentiras audaces, es promovida “curiosamente” por las mismas instituciones educativas, de todo nivel, nacionales o internacionales, sedicentemente científicas, y muy particularmente, en el caso de la Inquisición: El científico vernáculo no acepta la abrumadora y decisiva evidencia documental. El profesor de cátedra universitaria la ignora con fría displicencia. El historiador de oficio, por su parte, tropieza con un equivoco de escuela: el anacronismo. Si existe un error que no puede permitirse el historiador, es justamente el del anacronismo. Por esto mismo advertía, hace casi un siglo, el inglés Hilaire Belloc: “no es historiador aquel que no sabe responder desde el pasado”.
No faltara seguramente quien, bien o mal intencionado, pretendiendo calmar los ánimos, disculpe los yerros de aquellos diciendo que todas las opiniones son respetables; ergo, todas las Historias son respetables. Esto, como denunciaban ya los antiguos filósofos, constituye un gravísimo error. Los que son respetables son las personas no las opiniones -que es algo muy distinto-, pues una opinión sádica no es respetable, como bien dice Alberto Buela. Un libro de historia que tergiverse los hechos o en el que se trunquen documentos, no sólo no es respetable sino que debe ser condenado categóricamente. Pero vemos, con mucho dolor, que sucede justamente lo contrario de lo que debería ser por norma. Así como en el terreno de la filosofía fueron postergadas o acalladas eminencias como Martín Heidegger, Kierkegaard o, en nuestro país, Julio Menvielle, Alberto Caturelli o Leonardo Castellani, por best sellers de “opinólogos” comerciales como Paulo Coehlo, George Steiner, Marcos Aguinis y la legión de los gurúes del New Age, en la Historia se ha reemplazado a la investigación científica por libelos fundados más en mitos, leyendas, prejucios y conjeturas particulares: a Belloc, Calderón Bouchet y Menéndez Pelayo, por Bodeslao Lewin, Andahazi o Felipe Pigna. Es hora ya de romper con ese lugar común. En este libro se sigue definitivamente el camino trazado por los primeros: el de la búsqueda constante de la verdad, guste a quien guste, apoyado para ello en fuentes documentales de primer orden e inobjetables desde cualquier ángulo.
Será esta Historia, seguramente, menos popular que cuantas se conocen y atiborran las librerías cosmopolitas. Seguramente más aburrida, y también -hay que aceptarlo- algo tediosa; pues no se verá sangre a raudales, gritos aislados y desesperados en salas de tormento, verdugos de negro encendiendo gavillas, ni perseguidores o sicarios nocturnos. Nada de ello encontrara el lector aquí. Para eso cuenta ya con amplísima gama de populares libelos y panfletos, teñidos y enroscados, conveniente y prolijamente, en pegajoso verso y prosa.
Lo que aquí se ha procurado es ofrecer al lector una sólida introducción al Tribunal de la Santa Inquisición sine ire et Studio, reuniendo para ello los datos más relevantes de las últimas investigaciones, sin dejar de recurrir a valoraciones de anteriores y conocidas autoridades que han tratado sobre este tema, con preferencia siempre por aquellas fuentes nada sospechosas de simpatía para con la Iglesia, España o la Inquisición.
Se tratará de discernir entre lo cierto y lo falso de cada una de las afirmaciones y acusaciones referidas al tribunal. Esta tarea hubiera resultado casi imposible tiempo atrás sin la totalidad de las actas de los procesos y demás documentos del tribunal consultados y analizados por expertos, como se ha logrado recientemente. Se menciona, por ejemplo, aquel magnífico Simposio sobre la Inquisición convocado por Juan Pablo II en el año 1998, sumado a otros tantísimos congresos que sobre ella se han realizado hasta la fecha, una verdadera legión de eruditos provenientes de las más diversas esferas religiosas e ideológicas.
Se ha tratado de exponer el tema de la forma más didáctica, dinámica y clara posible en función, principalmente, al neófito y al mal informado lector, con el objeto de facilitarles la absorción de, a lo menos, los conceptos básicos que rodean el aura del Tribunal. Aun pretendiendo demasiado, es de esperar que el presente ensayo pueda servir, a aquellas almas inquietas y ávidas por saber, de trampolín y antesala al eventual estudio de las obras de los grandes exegetas del Tribunal de la Inquisición y ¿por qué no? de las mismas actas de los procesos.
Este libro, como se ha dicho, no aspira a ser obra profusa ni de obligada consulta, pues para ello se remite al lector a los especialistas. No pretende su autor haber escrito o descubierto nada nuevo, pues salvo algunas conjeturas, valoraciones e interpretaciones, no ha hecho más que concentrar a quienes mejor lo hicieron, sin distinguir entre aquellos que le son o no simpáticos. Con esta finalidad se ha procurado elaborar un extenso aparato crítico consistente en más de mil citas, perfectamente individualizadas, con la intención de que pueda el lector ahondar en los temas o autores de su preferencia.
La Inquisición fue un hecho histórico, y como tal se lo ha tratado. No obstante hay que tener en cuenta, como expresara el Cardenal Cottier, que la historia de la Inquisición no es la historia de la Iglesia.
Esta obra, como su autor, fue escribiéndose, redescubriéndose poco a poco, al compás de la pluma y la polvareda de los archivos, sin otro deseo o motivación más que encontrar la verdad existente en tan caro y engorroso asunto.
La Inquisición, como justicieramente dice el eximio e insospechado tratadista Allec Mellor, es la institución peor comprendida de la Historia. No precisa apologética ni acusaciones, sino justicia. Esa justicia que le han arrebatado aquellos que, con acierto, alguien llamo alguna vez “Mercaderes del Pensamiento Manufacturado”.
Si las conclusiones, consideraciones o valoraciones finales resultasen favorables al Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, e indirectamente a la Iglesia Católica y España, fue porque ello refleja el análisis detenido de la documentación existente.
Antes de concluir esta brevísima nota, se hace menester una especial mención al Dr. Caponnetto, gracias a quien, luego de su estupenda conferencia sobre “La Inquisición y el caso Galileo”, debe, el que suscribe, este interés tan profundo por el Gran Tribunal. No sólo eso: si se ha de ser verdaderamente justos, al profesor Caponnetto se debe el crédito de que este trabajo haya visto la luz, pues sin su constante aliento, seguimiento y consejo, hubiese sido archivado.
Y, por último, no debería sorprender el desenfrenado ataque a todo cuanto huela a Roma, pues la Iglesia bastante sabe de encarnizados enemigos. Lo que sorprende, sin dudas, es que su opera prima siga siendo, aun en la actualidad, un tribunal del siglo XV.
El que quiera entender, que entienda.
Veritas Vincit
Cristian Rodrigo Iturralde
CONSIDERACIONES PREVIAS
Para comprender rectamente esta cuestión, como cualquier otro suceso histórico, es menester trazar algunas consideraciones.
La primera, consiste en hacer las preguntas correctas (Quis? Quid? Cui? Ubi?, Quibus auxiliis? Cur? Quomodo? Quando?, según San Bernardo):
Cuál el contexto en que surge
Cuál su finalidad principal
Cuál su intención
Cuáles los males que evito
Cuáles los intereses en juego de sus enemigos
Antecedentes y modelos análogos
La segunda, según normativas elementales de la historiografía, consiste en revisar con especial cuidado las fuentes que han de servir para su estudio, especialmente aquellas provenientes de sus impugnadores en tema tan politizado como el que aquí se trata. Es obligatorio, a la vez, plantear otros interrogantes tales como la idoneidad de la fuente:
¿Quién es la fuente directa?
Perfil e idoneidad de la fuente
Su pericia en el campo que abarca.
d) Constatar existencia y fidedignidad de la documentación y otras fuentes de las cuales se sirve.
f) Su crédito inter-pares
g) Cuales los grupos a los cuales responde el acusador y sus respectivos intereses (accionistas, financistas, grupos, sociedades secretas, etc.)
Es decir, poco prudente será el absorber y asimilar sin mayores miramientos las conclusiones y sugerencias provistas por fuentes altamente sospechosas.
Se da como ejemplo, por ser el más vistoso y conocido, el caso del fervoroso detractor de la Inquisición Juan Antonio Llorente, cuya animosidad, deshonestidad y falseamiento ha sido tan evidente que sus postreros discípulos, sin excepción -Charles Lea entre los más eminentes- han desestimado abiertamente gran parte de sus conclusiones, su modus operandi, y especialmente sus abultadísimas cifras.
Como tercer y ultima consideración, se aconseja conservar los ánimos bien fríos frente a los acalorados y descalificadores testimonios que tanto apologistas como detractores se dedican. Sólo el ánimo sereno tendrá la capacidad de comprender ciertos pormenores, más o menos ocultos, que será forzoso detectar.
CITAS
Haced caso a este viejo incrédulo que sabe lo que se dice: la obra maestra de la propaganda anticristiana es haber logrado crear en los cristianos, sobre todo en los católicos, una mala conciencia, infundiéndoles la inquietud, cuando no la vergüenza, por su propia historia. A fuerza de insistir, desde la Reforma hasta nuestros días, han conseguido convenceros de que sois los responsables de todos o casi todos los males del mundo. Os han paralizado en la autocrítica masoquista para neutralizar la crítica de lo que ha ocupado vuestro lugar.
Feministas, homosexuales, tercermundialistas y tercermundistas, pacifistas, representantes de todas las minorías, contestatarios y descontentos de cualquier ralea, científicos, humanistas, filósofos, ecologistas, defensores de los animales, moralistas laicos: “Habéis permitido que todos os pasaran cuentas, a menudo falseadas, casi sin discutir. No ha habido problema, error o sufrimiento histórico que no se os haya imputado”.
Y vosotros, casi siempre ignorantes de vuestro pasado, habéis acabado por creerlo, hasta el punto de respaldarlos. En cambio, yo (agnóstico, pero también un historiador que trata de ser objetivo) os digo que debéis reaccionar en nombre de la verdad. De hecho, a menudo no es cierto. Pero si en algún caso lo es, también es cierto que, tras un balance de veinte siglos de cristianismo, las luces prevalecen ampliamente sobre las tinieblas.
Leo Moulin, historiador francés, ateo y ex masón *
* En Introducción del libro Leyendas de la Iglesia, de Vittorio Messori, Barcelona, cfr. bibliaytradicion.wordpress.com/inquisicion/leyendas-negras-de-la-iglesia-indice-de-indices/leyendas-negras-de-la-iglesia-i/». Moulin fue profesor de Historia y Sociología en la Universidad de Bruselas durante medio siglo, autor de decenas de libros rigurosos y fascinantes, es uno de los intelectuales más prestigiosos de Europa. Agrega a las palabras antes citadas: “Luego, ¿por qué no pedís cuentas a quienes os las piden a vosotros? ¿Acaso han sido mejores los resultados de lo que ha venido después? ¿Desde qué pulpitos escucháis, contritos, ciertos sermones?”. Dice acerca de la Edad Media: “¡Aquella vergonzosa mentira de los «siglos oscuros», por estar inspirados en la fe del Evangelio! ¿Por qué, entonces, todo lo que nos queda de aquellos tiempos es de una belleza y sabiduría tan fascinantes? También en la historia sirve la ley de causa y efecto”.
El inquisidor se mete conmigo y el mercader no se mete conmigo. El inquisidor es intolerante y el mercader es conmigo de la más exquisita tolerancia. Pero el inquisidor me toma en serio, me toma por algo importante, mi alma por algo inmortal y mi camino por un descamino; en tanto que el mercader no ve más que mi dinero. Los dos me son odiosos; pero prefiero la violencia amante del inquisidor a la cortesía interesada del comerciante.
Miguel de Unamuno