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El deber cristiano de la lucha – Antonio Caponnetto

338 páginas
Editorial Scholastica
1992

Encuadernación rústica
Precio para Argentina: 40 pesos
Precio internacional: 12 euros

Un pacifismo que no es ni cristiano ni justo, una falsa espiritualidad fundada en la reconciliación con el mundo y un lenguaje anodino se ha apoderado del católico medio. No se lo escuchará mentar siquiera la obligación paulina del Buen Combate. Ya no digamos en lo que el término pueda implicar de donación física en una contienda justa, sino en lo que contiene de obligación ascética, purificadora y re­conquistadora de la Verdad.
Un desordenado apego por la propia vida ha logrado dominar­lo, y una candidez suicida —cuando no una complicidad cobarde— lo ha llevado a bajar los brazos frente a los enemigos de la Fe. Se vive bajo el primado del sincretismo y del pluralismo, que ahoga todo celo apostólico, todo fervor misionero, todo gesto de batir­se por la Reyecía de Cristo.
Y sin embargo, la lucha es un deber para el cristiano. Pertene­ce a una Iglesia que es también militante, a una tradición épica, a una historia de hazañas, a un santoral heroico, a un plan salví-fico que se abrió y que ha de cerrarse con batallas.
Sigue vigente la consigna de Job: la vida del hombre es mili­cia sobre la tierra. Y aquella olvidada síntesis de Gracián: contra malicia, milicia.

ÍNDICE

Prólogo       11
Capítulo I Fe y Milicia.
Combatir: Lo que el Cristiano Sabía            17
Combatir: El Verbo Olvidado         21
La Tibieza   27
La Lucha Contra las Tentaciones de la        Tibieza              34
Audacia, Ira y Alegría         37
Capítulo II El Sentido de la Lucha en Grecia y Roma.
La Preparación Evangélica  49
La Guerra y los Dioses        57
La Ciudad y el Héroe          64
Las Armas y las Letras        74
La Poesía Militante  81
Sócrates: Maestro de Combatientes            95
La Fortaleza Romana          105
El Ejemplo de Coriolano     113
La Espada y la Palabra       117
Capítulo III
El Sentido de la Lucha en las Sagradas Escrituras.
La Biblia es Católica           135
El Litigio Inaugural y Final   142
Desde el Justo Abel hasta el Rey David      151
El Combate de los Salmos  166
Desde Judith hasta Job        175
La Gesta de los Macabeos  181
El Señor de las Batallas       189
Capítulo IV
El Sentido de la Lucha en la Tradición Cristiana.
La Milicia Paulina
La Iglesia Primitiva: Iglesia Militante
Los Combates Medievales Monarcas y Cruzados Caballeros Andantes
Hispanidad y Caballería
Epílogo.
La Guerra Justa       317
El Alzamiento de los Guerreros       328
El Combate Pendiente         333
Bibliografía  345
Índice General         357

PRÓLOGO

Dos errores simultáneos —remozados y difundidos con preocupante efectividad— parecen exigir con urgencia alguna palabra aclaratoria.
Consiste el primero en la negación de la naturaleza épica del cristianismo, con su correlato predecible que es el rechazo por el sentido cristiano de las armas.
No son faltas de poca monta, como podría suponer un análisis superficial. Negar la existencia y el sentido de ¡a Iglesia Militante — definida en Trento como congregación de todos los fieles que aún viven en la tierra y que tienen guerra continua con los cruelísimos enemigos carnales, endemoniados y mundanos— es cerrarse al misterio mismo de la Comunión de los Santos, es dejar de creer en la unidad e indivisi­bilidad de la Esposa de Cristo, y es, como veremos, empequeñecer la virtud teologal de la Caridad. Negar asimismo, que los soldados de las patrias cristianas han de ser en ellas servidores y defensores decididos de la Verdadera Fe, es confinarlos aun destino de mercenarios o al de meros profesionales de la violencia.
En tanto conglomerado de todas las herejías, incluyendo ¡as más antiguas, puede señalarse sin dificultad al progresismo como el actual responsable del primer extravío. El ha predicado, en efecto, un cristia­nismo sincrético e irenista, abierto y plural, sin contornos dogmáticos definidos, mimetizado con las demás creencias y aliado de toda religio­sidad humanista en la construcción de la Nueva Ciudad Secular. El resultado es cierto catolicismo mitigado y atemperado, que jamás se de­fine como Verdad Absoluta, que ha dejado de sostener la necesidad de estar inserto en la Iglesia Romana como vía ordinaria de salvación, y que con muchas actitudes públicas homologa el trigo con la cizaña, para confusión y escándalo de la feligresía fiel. Ejemplos y nombres, Morosamente abundan.
Es obvio que en esta cosmovisión el combate carece de sentido. No sólo porque ya no hay con quién enfrentarse, ni a quién convertir, aplacar o debelar, sino porque aquellos a quienes hasta ayer cabía ver como pa­sibles de una conquista apostólica, hoy son otras tantas alternativas válidas del espiritualismo ecumenista. Y aquellos otros a quienes la recta doc­trina hacía columbrar como reprobos, han pasado a ser los escogidos cuando no los socios predilectos. Se reservará para ellos toda la comprensión y la condescendencia que se niega a los propios, y un trato tanto más condescendiente cuanto más se hallen en ¡as antípodas morales, confe­sionales o ideológicas. Las reglas pusilánimes de la convivencia pacifi­ca han reemplazado al hablar oportuna o inoportunamente que nos fue enseñado desde antiguo. Y aquí es cuando se opera la parodia del Ordo Amoris, que anticipábamos al comienzo.
Porque la caridad bien entendida empieza por casa, dice el refrán, y más profundamente tiene un Orden, dirá Santo Tomás, (S. Th. 2,2, 26,1), en virtud del cual no sólo es lícito sino debido preferir en el amor a los mejores, a los próximos antes que a los extraños, a los virtuosos más que a los malos (S. Th. ídem, anl., a. 6-9). Siendo un desorden amar a los enemigos per se, pues sería “perverso y contrario a la caridad amar la maldad ajena” (S. Th. 2,2,25,8). Nada de lo cual contradice las en­señanzas evangélicas que nos manda extremar y prolongar la caridad y la misericordia hasta incluir en ella a nuestros propios y personales adversarios. Ejercicio obligado y difícil que nos libra de las semillas siempre mortales del odio y nos diferencia de los paganos, pero que no supone permanecer inánimes ante el avance del Maligno. Por eso el Magiste­rio distinguió siempre con propiedad entre hostis o enemigo público e inimicus o agresor privado. Frente a la clase de estos últimos hemos de estar movidos a ofrecer nuestra humillación; frente a los primeros he­mos de estar prontos a impedirles su triunfo con nuestra pelea, preci­samente para no faltar a la caridad ni traicionar la Verdad.
No es casual que hablando del Ordo Amoris y de sus hondas resonancias, el Aquinate haya sacado a relucir la cuestión de la guerra justa; y que citando a San Agustín haya llegado a la conclusión de que incumbe castigar a los perturbadores y precaverse de “enemigos exter­nos con belicosa espada” (S. Th., 2,2, 40,1). Precisamente porque el cristiano combate por amor y no por iracundia.
Roto el significado y la jerarquía de la caridad sobreviene lo paró­dico y lo utópico: la fraternidad universal, el amor a la Humanidad, la filantropía, la opción clasista por los pobres, el romanticismo naturalista o —en el caso particular que nos ocupa— el afecto y la reconciliación con el enemigo público por razón de tal y el rechazo expreso a cualquier obligación pugnativa invocando una paz sin sustento ni justicia. No hay, pues, para la mentalidad progresista ni porqué ni con quién batirse. Todo discurrirá por los carriles del eclecticismo nivelador e informe.
Años de esta prédica ruinosa han formado una juventud católica —y aún una adultez— negada al orgullo y al desafío de ser partes ac­tuantes de la Iglesia Verdadera, y de ser, en consecuencia, la línea de avanzada en su custodia y en la contención de quienes osen minarla desde aden­tro o desde afuera. Han formado, en suma, un tipo de creyente que se siente más cómodo en la Torre de Babel que en las filas del Señor de los Ejércitos. Y más identificado con la “cuerda” prolijidad exterior de los fariseos que con la locura de la Cruz.
Desde otra perspectiva, aparentemente opuesta al progresismo y hasta con pretensiones tradicionales, por lo menos en su configuración formal, una espiritualidad acentuadamente laical viene suscitando si­métricos resultados.
En ella se predica expresamente el amor al mundo, la reconcilia­ción con sus poderes, la contemporización con sus manifestaciones, la alegre inserción en su marcha de éxitos y de negocios temporales. Se desdeña sutilmente la noción de contemptus mundi —enseñada en el Evan­gelio e históricamente ligada a los momentos más gloriosos de la Cris­tiandad— mientras se sobrevalora la realización profesional, el activis­mo proselitista, las grandes iniciativas empresariales, la autosuficien­cia del orden secular.
Espiritualidad entretejida de abdicaciones y de compromisos temporales, que no sólo rechaza el magisterio unívoco de los místicos sobre la incompatibilidad entre la perfección cristiana y los afectos demasia­do humanos hacia el mundo, sino que propone un modelo de santidad asociado a la vida ordinaria, común y corriente, sin los sobresaltos ex­traordinarios de los santos auténticos, sin el heroísmo ni el sacrificio ni las renuncias que nos relatan las hagiografías, y con los defectos y ocu­paciones habituales de cualquiera. Para alcanzar tal estado bastaría convertirse en un módico ciudadano más, que pasa inadvertido en el trajín de sus ocupaciones laborales.
Se entiende que los promotores de tales desaciertos declaren sus preferencias por el pluralismo político y religioso, omitan y contradigan implícitamente la doctrina de la Realeza Social de Jesucristo, y enseñen de un modo reiterado que no se debe tener enemigos sino amigos a diestra y a siniestra. Y se entiende asimismo que semejante concepción mueva las adhesiones de los hábiles triunfadores de la vida, de aquellos a quienes conviene servir mansamente a dos señores, sembrar y despa­rramar a la vez, y acomodarse a los malabares de todas las posiciones con la tranquilidad de haberse echado encima un poco de agua bendita o al­gún aforismo piadoso. Más allá de las intenciones que no juzgamos, resultan en la práctica ubicuos y ambivalentes, permeables e intercambiables, católicos sin hipótesis de conflicto, como se los ha llamado en ilus­trativa síntesis.
Si el progresismo alimentó la quimera pacifista de un puñado de resentidos y la sola hostilidad hacia la Iglesia, típicamente revolucionaria, su presunto contradictor lleva tranquilidad a las conciencias burguesas, justifica sus alianzas y sus consorcios terrenos, legitima sus heterodo­xias y sus opciones públicas, y reserva un exclusivo gesto pugnativo para quienes ponen en evidencia sus falacias. Son dos maneras de desnatu­ralizar y de negar la materia épica del cristianismo, dos modos de diluir y de desfigurar el sentido cristiano de la lucha, dos vías de abolición del significado mismo de las batallas sagradas. Dos formas convergentes de conspirar contra la Iglesia Militante.
Pero hablábamos al comienzo de un doble error; y nombrábamos al segundo como el rechazo de la acepción cristiana de las instituciones armadas. Si no hay agonía en ¡a identidad de los hombres de Fe, tam­poco tiene por qué haber Fe en la identidad de los hombres de Armas. Los ejércitos han de ser, entonces, nada más que instrumentos interna­cionales e intercambiables aptos para la consolidación del Nuevo Or­den Mundial. Éticamente desmovilizados ayer por el liberalismo y fí­sicamente inmovilizados después por la estrategia marxista, la extinción de las Armas nacionales y de su natural religiosidad es hoy un fin que no se oculta ni se niega. Del mismo modo que la disolución de las sobe­ranías se exhibe impúdicamente como lo más provechoso para el desarrollo material de los pueblos que quieran alistarse en el circuito internacio­nalista, el fin de sus instituciones castrenses —entendidas como comunidad bélica sostenida en creencias sobrenaturales comunes— se presenta co­mo el cese definitivo de los resabios medievales que estarían impidien­do el ingreso pleno a la modernidad.
En tan inicua cosmovisión, ¿cómo recordar siquiera a los guerreros de la Vendée o a los del Ejército Cristero, a los de los pueblos eslavos alzados contra los rojos, a los de la noble Croacia todavía sangrante? ¿Cómo mentar las tropas del Caudillo en la Cruzada Española o a nuestros propios cuadros, que en Tucumán o en Malvinas, morían con escapularios en el pecho y rosarios en los fusiles?
Nada de esto hoy se dice, ni se propone o exalta. Ejércitos dóciles a las necesidades tácticas del Nuevo Orden: ésto es lo que se pretende. Siempre prontos para acudir aquí o allá a resolver sus inconvenientes y a apañar sus intereses; convertidos en apéndices de la ONU o de la Casa Blanca, sin guerras contra los enemigos reales o históricos que atena­cen o invadan su suelo, pero listos a encuadrarse como mercenarios en las eufemísticamente llamadas “fuerzas de paz”. Ejércitos fiscalizado-res del dogma democratista y del culto a los derechos humanos, tan dispuestos a ejercer su papel de policía del Norte, como a permitir los ladrones y saqueadores del suelo natal.
Lo grave —aunque siéndolo y en grado extremo— no es que así se expidan los ideólogos del mundialismo, sino que éste sea el pensamiento asumido como propio, y dúctilmente acatado por las más altas autori­dades castrenses de no pocos ejércitos americanos y del nuestro en par­ticular. Las cuales, no conforme con disolver unidades, desactivar comandos, desmantelar guarniciones, desarmar legítimos proyectos misilísticos, debilitar ¡a custodia de las fronteras, pelear del bando de nuestros adversarios e invasores, vender predios y eliminar agregadurías, sostienen la urgen­cia y la conveniencia de una formación filosófica que abandone defini­tivamente la idea del Ejército Cristiano, so pena de caer en el temido fundamentalismo. Las fuerzas armadas serán, en adelante, una mixtu­ra híbrida e incolora, multívoca y secularizada a disposición de los ti­tulares del omnímodo Orden Planetario. Lejos, muy lejos, de aquella “intrepidez en el dar testimonio de cristianismo”, que alguna vez les solicitó el Papa Paulo VI a los militares, para que “en las vivencias del carác­ter bautismal” se sintieran “soldados del Evangelio dispuestos a sacri­ficarse dando la vida por los hermanos, a ejemplo de Cristo” (Homilía en Roma, el 23-11-75). Lejos, más lejos aún de los días inaugurales de la Cristiandad y de la Patria, en que sus tropas eran la espada invicta al pie de la Verdad Crucificada.
Va de suyo, en consecuencia y como ya quedó dicho, que tales ye­rros exigen una palabra aclaratoria.
Es el propósito de las páginas que siguen. Escritas para demostrar la íntima armonía que late entre el agua purificadera del bautismo y la sangre redentora derramada en una contienda justa. Entre el monje y el guerrero, entre el asceta y el cruzado, entre la espada y la Cruz.
Escritas para no olvidar que todavía se nos sigue pidiendo el Buen Combate, que hay obligación de entablarlo sin excusas ni huidas. Y pa­ra exaltar a aquellos —que en diversidad de tiempos y de espacios— han caído, librándolo, con la alegría en el alma.
Escritas para reiterar que no se puede ser gris, ni neutro, ni indi­ferente o tibio. Sólo de un solo Señor.
Escritas, una vez más, para elogiar a los Santos y a los Héroes. A los caballeros y a los mártires, a los patriotas de la tierra y a los pa­triotas del Cielo, a los que sin fuerzas físicas ninguna se mantuvieron firmes en el supremo testimonio. A los que reconquistan cada día su alma, a los que resisten y embisten, soportan y avanzan, hablan verdades y callan lamentos. Para dar gracias al Dios de los Ejércitos que a todos nos co­manda.
Y escritas, al fin, para recordarles a los católicos que hay una ba­talla pendiente. Será al clarear el alba o al declinar la tarde, al anuncio sonoro del Arcángel o en el silencio mudo de un páramo imprevisto. Será por Cristo y por instaurar definitivamente en El todas las cosas.
Entretanto, cobijados bajo Su Bandera, no podemos dormir sino velar.
Antonio Caponnetto
Buenos Aires, 22 de agosto de 1992.
Festividad de María Reina.